Cómo luchar contra Al Qaeda
Si Aznar hubiera querido luchar contra la expresión concreta de terrorismo que espantó al mundo el 11 de septiembre de 2001 -el yihadismo de Bin Laden y Al Qaeda-, no habría enviado tropas españolas a Irak, que nada tenía que ver con ello. Como advertían policías, jueces y analistas, y como corroboraron trágicamente los atentados del 11-M, España ya tenía un frente propio de combate contra esa bestia: su territorio nacional.
Lo que Aznar tendría que haber hecho es reforzar las fuerzas policiales y de inteligencia encargadas de vigilar las redes islamistas ya asentadas en España, y, en paralelo, desarrollar una política de integración de los inmigrantes -y en particular los musulmanes- en los derechos y deberes de una sociedad democrática. También tendría que haberse concertado con Francia, Alemania y Reino Unido para impulsar una fórmula europea de resurrección del proceso de paz entre israelíes y palestinos.
El 'yihadismo' puede ser combatido y derrotado, siempre que se vaya directamente a por él
Eso hubiera sido lo sensato y lo patriótico. Pero Aznar descuidó el frente de la lucha interna contra los islamistas radicales y se sumó a la cruzada iraquí de Bush. Esto le permitió poner los pies encima de la mesa del emperador, pero embarcó a España en una desastrosa aventura. Aunque gallea su patriotismo, la historia demuestra que la derecha española tiene tendencia a arrodillarse ante potencias extranjeras. Aznar se sumó a la expedición de Irak, olvidándose de que España tiene intereses nacionales propios, diferentes de los norteamericanos. Tres son evidentes y los tres han resultado dañados por Aznar: la construcción de Europa, la profundización de relaciones con América Latina y la estabilización del mundo árabe y musulmán. Por no hablar de la conversión de España en un objetivo, y no una mera retaguardia, del yihadismo.
No es de extrañar que la llamada "guerra contra el terror" de Bush fracase y se sucedan en todo el planeta los atentados de Al Qaeda. Su mera enunciación, de puro abstracta, de puro ideológica, impide lo elemental en cualquier guerra: la definición precisa del enemigo, el establecimiento de objetivos claros y alcanzables y la adopción de métodos adecuados. Eso sí, tal vaguedad le permitió a Aznar afirmar que España iba a Irak a "luchar contra el terrorismo", con el guiño sobreentendido de que se trataba del terrorismo de ETA. Mientras él perseguía quimeras, un enemigo real, de carne y hueso, anidaba en Lavapiés y preparaba el 11-M.
Lo que el 11-S debió abrir no fue un "conflicto de civilizaciones", una "guerra contra el terror" u otras fórmulas igualmente inútiles por imprecisas, sino un combate concreto contra un líder concreto, Bin Laden, una organización concreta, Al Qaeda, y una ideología concreta, el yihadismo, que han llevado el uso de la herramienta terrorista a niveles de brutalidad y mortandad jamás conocidos.
El yihadismo puede ser combatido y derrotado, siempre que se vaya directamente a por él, se escojan bien los campos de batalla y se empleen todas las armas necesarias. Estamos ante un esfuerzo a muy largo plazo. Aunque EE UU tiende a pensar en la satisfacción inmediata, en el plazo más corto posible, serán precisos muchos años para desarticular todas las redes de Al Qaeda, y, sobre todo, para desenraizar, tanto en el mundo árabe y musulmán como entre la inmigración en Occidente, las causas de su nacimiento y expansión.
Al enemigo global hay que combatirlo globalmente, y ello significa el uso de todos los medios a disposición de las democracias. Medios policiales y militares, pero también políticos, diplomáticos, culturales y económicos. Aunque en ocasiones la guerra sea precisa, como la librada contra el Afganistán de los talibanes, el trabajo de policías y espías -sobre el terreno; no tan sólo a través de satélites- es el mejor instrumento para ir cortándole las alas a Al Qaeda. Los Estados democráticos deben incrementar los recursos de sus fuerzas de seguridad y deben reforzar su cooperación. Tanto en el 11-S norteamericano como en el 11-M español los fallos de los servicios policiales y de inteligencia han sido garrafales. ¿Qué decir ahora de aquel argumento aznarista que afirmaba que la participación de España en la guerra de Irak iba a granjearle una colaboración fantástica de EE UU en la lucha contra el terrorismo?
A largo plazo no hay otra solución que erradicar las causas del islamismo y el yihadismo. Es un trabajo ingente pero posible. Se precisa una enérgica implicación occidental en la solución del conflicto de Tierra Santa, que otorgue a los palestinos un Estado viable. Norteamericanos y europeos deben comprometerse también, a fondo y de modo coordinado, en la democratización, el desarrollo económico y la justicia social en el mundo árabe y musulmán.
En lo que respecta a sus territorios, los países occidentales tienen que abordar la plena integración de los inmigrantes musulmanes y el desarrollo en su suelo de un islam compatible con los valores de la democracia, los derechos humanos y la igualdad de la mujer. Es una tarea que exige tiempo, energías y dinero. Pero, al fin y al cabo, los terroristas del 11-S y el 11-M vivían en EE UU, Alemania, España y otros países occidentales; no en Bagdad. Y no usaron armas de destrucción masiva compradas en Irak o Corea del Norte, sino aviones secuestrados norteamericanos y dinamita robada en una mina española. Bush y Aznar se han equivocado estrepitosamente: los yihadistas no son gigantes, sino molinos de viento. Muy peligrosos pero tangibles.
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