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Columna
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De libros, pájaros y niños

Decía Borges que era "incapaz de imaginar un mundo sin libros", como otros "un mundo sin pájaros". Yo me atrevo a meter a los niños en la disyuntiva, pues son muy capaces intermediarla. Entre pájaro y libro, entre libertad y saber, nadie como ellos para convertir las páginas en alas. De ahí que la literatura infantil resulte cada día más necesaria, siempre que esté bien gestionada. No como obligación de leer, sino por el gusto inefable de leer. No haciendo víctimas metodológicas, sino acercándoles a la aventura, al peligro incluso de leer. Es difícil enseñar tal cosa y muchos educadores la sufren. Nuestra escuela lleva demasiado tiempo pesando conocimientos, examinando, en fin. Y es obvio que aquí se trata de otra cosa. Se trata más bien de contagiar, de inducir. ¿Y eso cómo se hace?

La cuestión es ardua, pues pone en juego muchos modelos de educación. Me contaba hace pocos días Eulalia Machado, la sobrina de los poetas, que ella, al igual que sus primas y que sus propios tíos, nunca se examinaron de nada en la Institución Libre de Enseñanza. Creo que eso ahorra largas disquisiciones. Nunca se examinaron de nada.

El próximo viernes se celebra el Día Mundial de la Literatura Infantil. Con ese motivo, la Casa del Libro de Sevilla va a dar a conocer los resultados de una encuesta que ha llevado a cabo entre 700 niños que han participado, allí mismo, en un programa muy peculiar de animación a la lectura. Estén atentos. Pero como algo he podido seguir de esa experiencia, si no datos, les puedo adelantar algunos conceptos. A lo largo de seis meses, los niños entraron al palacio encantado de los libros, a sus cuatro plantas repletas, con fervor, pero sin miedo. En todo caso, con el miedo a la libertad, que es de lo que en el fondo se trata. Después de una somera explicación acerca de lo que había en las distintas moradas de tan fabuloso lugar, se les dejaba tocar los libros, libremente, el rato que quisieran. Sacarlos de sus acomodos, sopesarlos, abrirlos, hojearlos... Descubrir por ellos mismos lo que había, como ante un deslumbrante tesoro. Muchos quedaban atrapados de algún fulgor imprevisto, y cuando se les conminaba a seguir explorando, ya preferían quedarse sentados en la escalinata, leyendo. Con avidez, otros buscaban libros de animales, de aventuras. También, cómo no, los señuelos recientes del mercado, servidumbres del tiempo en que vivimos. En algún otro recodo del laberinto se les explicaba cómo se hace un libro, la cuestión material, que curiosamente interesa mucho a los niños, como les interesa saber cómo se hace un pan, además de comérselo, o una alfombra, además de volarla. Y así, poco a poco, con la naturalidad de lo fantástico, se les llevaba a admitir que es anómala la expresión "no me gusta leer", como si pudiera decirse "no me gusta comer". Es más correcto "no me gusta comer tal cosa, o no me gusta este libro". Y aquí una llamada de atención ante un nuevo fetichismo. No toda lectura ha de ser buena, ni mucho menos. Pues que todo palacio encantado tiene sus mazmorras, hay libros malvados, libros doctrinarios, de afilados colmillos. Libros encaminados a coartar el sentido crítico. Contra esos también hay que prevenir a los niños, porque van contra su libertad.

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