El ocaso de los lobos
Traudl Junge trabajó como secretaria privada de Hitler desde diciembre de 1942 hasta el 30 de abril de 1945. Fue testigo privilegiado del ocaso del dictador, pues permaneció junto a él hasta sus últimos momentos en el búnker de la Cancillería, en Berlín. Poco antes de que las tropas rusas tomaran por completo la ciudad, Hitler se descerrajó un tiro en la boca. El 1 de mayo, tras haber asesinado a sus seis hijos, el matrimonio Goebbels se suicidaba. Era el final del Tercer Reich. La joven secretaria, armada con una pistola y provista de una cápsula de cianuro, inició una huida por entre las ruinas de la metrópoli hasta caer prisionera de los rusos, quienes la mantuvieron cautiva hasta 1946.
Falleció en febrero de 2002, poco después de haber alcanzado cierta celebridad por la publicación de estos recuerdos, inéditos desde 1947 hasta que los rescató Melissa Müller. Pasó sola su vejez en un modesto apartamento de Múnich tras haber trabajado como periodista. En una entrevista televisada confesó que sólo varios años después de la guerra comenzó a darse cuenta de la naturaleza criminal del régimen nacionalsocialista. Se sentía culpable de haber participado, aunque nunca comulgó con la ideología nazi y sólo por casualidad entró en la esfera íntima de Hitler. Éste nunca fue para ella la fría bestia que con su firma condenaba a muerte a millones de personas, sino el amable "jefe" para quien copiaba con devoción cartas o memorandos.
Hasta el último momento recoge
la experiencia de la sencilla muchacha muniquesa en los diversos cuarteles generales de Hitler: la "Guarida del lobo" en Prusia Oriental, el "Berghof" en Berchtesgaden y en el búnker berlinés. Es un relato escrito con la frescura que proporciona el recuerdo inmediato; abundan los pasajes descriptivos, pues la autora era una excelente observadora. En general, como la mayoría de los miembros de su generación, la joven adolecía de una cómoda tendencia a no saber ni querer saber, de ahí que sus recuerdos se centren en la descripción subjetiva del ambiente reinante en el círculo más próximo al dictador sin reflexiones a posteriori. La reducida corte de acólitos era de una mediocridad clamorosa. Junge rememora al Hitler íntimo, lo mismo que Albert Speer en sus indispensables Memorias (Acantilado, 2001). Al Führer le gustaba rodearse de seres insustanciales que le rieran sus gracias y escucharan sus arengas megalómanas reiteradas hasta la saciedad en sobremesas o "tés" interminables. Sus secretarias comían con él a menudo y debían entretenerlo con temas intrascendentes a fin de que se olvidase de las preocupaciones que le causaba el arduo trabajo del crimen institucionalizado. Entre muchas cosas de este inapreciable documento, es soberbio el retrato de Eva Braun, que recuerda a la madame Verdurin proustiana dirigiendo las conversaciones "cultas" en el "cogollito" hitleriano. Y la imagen de un Hitler burgués y banal, un hipocondriaco vegetariano que se desmoronaba conforme se acercaba la derrota, tal como un empresario frustrado a quien los malos negocios condujeran a la ruina.
El hundimiento, de Joachim Fest -historiador sumamente ameno, de pensamiento claro y dotes de excelente narrador-, es un complemento ideal al libro de Junge; se trata del minucioso relato de los últimos diez días de Hitler. Fest combina con maestría los testimonios históricos de los supervivientes del desastre con reflexiones propias de conjunto mediante las que procura interpretar "el fenómeno" Hitler. Con Speer, sostiene que "Hitler fue una catástrofe alemana", estudia la psicología del personaje y defiende una tesis clara: "Su descomunal radicalismo, su fuerza retórica y su ingenio táctico sedujeron a los alemanes". En modo alguno fue un continuador de la historia alemana, ni un estadista ni un político, sino algo así como un "cabecilla de banda de bandoleros venido a más", carente de escrúpulos y sin otras intenciones que las de matar y robar.
El final de Hitler y sus secuaces, con su melodramatismo, respondió a la verdadera esencia del hitlerismo: la ilimitada "voluntad de sucumbir". Desde 1944, como un nuevo Nerón, Hitler contaba ya con destruir Alemania. Fest presenta el último acto, la caída de los lobos del Reich, como un espectáculo "histórico de ocaso total". "Demasiado Wagner y demasiado anhelo de sucumbir". En definitiva, tras todo ello se ocultaba un puro vacío de ideas, demasiada pompa, retórica e irracionalismo sazonados con quintales de odio hacia la tradición humanística europea. Hitler era un visionario embargado por la idea de una misión cuyo primer requisito era destruir lo que pudiera ser destruido a fin de comenzar una nueva era. Uno de sus sueños era derribar los rascacielos de Nueva York, cual digno modelo de Bin Laden.
Interrogatorios registra la
historia posterior al cautiverio de los principales jerarcas nazis. Mientras que el vehemente Churchill propuso que se fusilara de inmediato a los colaboradores directos de Hitler -Von Ribbentrop, Von Papen, los generales Jodl y Keitel, Göring, Speer, el amnésico Hess o deleznables personajes como Höss y Wisliceny- sin otorgarles la gracia de un juicio previo, los aliados estadounidenses y soviéticos acordaron celebrar un proceso que marcaría un hito en la historia: por primera vez un régimen político sería declarado criminal, y se acusaría a sus dirigentes y colaboradores como cómplices de crímenes de guerra y de genocidio, términos jurídicamente novedosos. Los pasos minuciosos que llevaron a establecer las acusaciones así como significativos fragmentos de los interrogatorios -inéditos en castellano- completan un volumen imprescindible, informativo, bien trabado y de una amenidad sorprendente.
En suma, tres libros harto recomendables. Sobre todo cuando también hoy, como hace cincuenta años, el siniestro espíritu que animó al nazismo -su crueldad y hasta su absurda banalidad- continúa vivo allí donde imperan la cerrazón, la simpleza, el odio y la violencia.
Traudl Junge. Traducción de Jorge Navarro. Península. Barcelona, 2003. 267 páginas. 20 euros.
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