_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Menos que cien días

Si algo caracteriza a un Estado moderno es que constituye el mayor espacio común de convivencia para la ciudadanía. Importa quién sea el que gobierne, pero el marco no resulta demasiado distinto. Existen límites económicos, incluso grupos de presión, estructuras del Estado y relaciones internacionales que lo definen. Pero, además, existen los adversarios internos a ese Estado, a los que hay que contestar. En los veinticinco años de democracia que hemos disfrutado, no ha habido aspirante que haya llegado a la presidencia del Gobierno sin un buen saco de propuestas ingenuas a sus espaldas (valorando como positiva y necesaria esa ingenuidad), pero todos se dieron cuenta en seguida de que lo prioritario era mantener ese espacio común y la prudencia apareció como por encanto. Hasta la fecha, sólo un presidente fue rupturista: Adolfo Suárez (dirán que la ruptura fue pactada, pero fue ruptura con una dictadura precisamente para posibilitar el espacio común). Los sucesores se encontraron con el espacio común ya definido.

A Rodríguez Zapatero no le va a hacer falta ni los cien días para demostrar que es presidente de la nación -nación plural y contradictoria, en ocasiones suicida y, por ello, en riesgo- que debe gestionar. Ya está en tramitación parlamentaria el plan Ibarretxe en Euskadi y, salvo que no se crea el cargo al que ha accedido, no podrá hacerle concesiones; no sólo por el contenido de la propuesta, sino también por el carácter unilateral, soberanista, de la misma. Llega Zapatero a presidente tras una masacre terrorista, y su respuesta va conducirle a una actitud conservadora (esperemos que no reaccionaria) frente a tan gravísimo reto. Y va a tener que soportar, haga lo que haga finalmente con las tropas enviadas a Irak -que es una presencia mucho más política que militar-, una presión diplomática enorme que acabará modulando su admirable discurso, cargado de ingenuidad, en este tema. Lo que no quiere decir que incumpla su propuesta, porque se ha convertido finalmente en su gran bandera electoral.

Dejemos aparcados temas tan enjundiosos como la reforma del Senado para convertirla en una Cámara de las autonomías y el inicio de un proceso federal al que no van a acudir los nacionalismos, que se encuentran en la actualidad más conformes con lo que hay ahora que con el aspecto centralista que toda descentralización de signo federal conlleva. En esas grandes reformas que suponen alteración constitucional va tener que contar con el PP.

En menos de cien días tendremos un presidente estadista o no tendremos nada. Lo previsible, como en el pasado, es que lo tengamos, lo que crispará a los nacionalismos, especialmente al vasco, que dejará de ser alimentado por el catalán a poco que le ayude Maragall a poner límite a éste. Lo que tienen que hacer los partidos es tranquilizarse y apartar, mirando al futuro, el pasado cainita que nos llevó a muchos enfrentamientos civiles. El más responsable debe ser el presidente, o no será presidente por mucho tiempo. Porque, a pesar del carácter emotivo del pueblo español -Marx, La Nueva Gaceta Renana-, la naturaleza moderna de nuestro Estado y de nuestra sociedad no van a favorecer los desboques de odios y enfrentamientos; eso se reduce a los militantes más sectarios de los partidos. Otra cuestión es la de los nacionalismos periféricos, que son emotivos hasta la parodia, a los que ese mismo Estado gestionado con prudencia debe integrar (el que sea integrable y se deje) o hacerles frente con toda rotundidad.

Por traumáticos que hayan sido el 11-M y los días siguientes, no debieran existir razones para hacer perdurar tras unas elecciones la dinámica de vencedores y vencidos y del revanchismo tan lamentable en el pasado. Sólo muy pocos -los miembros de las más enclaustradas capillas de los partidos- dejan de tener buenas relaciones entre personas del otro partido. En menos de cien días Zapatero debe tan sólo demostrar normalidad democrática, porque, al fin y al cabo, y afortunadamente, sólo han sido unas elecciones, aunque hayamos visto fantasmas del pasado.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_