_
_
_
_
Reportaje:TERRORISMO ISLÁMICO | La creación de Al Qaeda

Las raíces del monstruo

Las células de Al Qaeda estaban ya repartidas por medio mundo cuando se descubrió su peligrosidad. Hoy algunas siguen durmientes

Ángeles Espinosa

Desde el 11-S el terror tiene un nombre, Al Qaeda, y un responsable máximo, Osama Bin Laden. Para combatir sus raíces, Estados Unidos bombardeó Afganistán entre octubre y diciembre de 2001, y el año pasado, Irak. Y sin embargo Bin Laden sigue en paradero desconocido y Al Qaeda sembrando el terror. Cuesta creer que el Ejército más poderoso del mundo haya sido incapaz de poner coto a ese monstruo. Pero es que para cuando el mundo descubrió su capacidad destructora, sus tentáculos ya se habían extendido por medio planeta. "El mayor peligro son sus células durmientes", ha advertido el autor paquistaní Ahmed Rashid. Entre 4.000, según algunos expertos, y 100.000 potenciales terroristas, que cifró Bush tras el 11-S, están esperando una ocasión para agrandar el nombre de Al Qaeda.

"El mayor peligro son sus células durmientes", advierte Ahmed Rashid
La ola de terrorismo mal apellidado islámico afectó en primer lugar a Oriente Próximo
Al Qaeda no es "un simple movimiento de árabes y afganos", según varios expertos
Más información
Atta recibió en Tarragona joyas para que los miembros del 'comando' del 11-S se hiciesen pasar por ricos saudíes

La historia de Al Qaeda empieza en 1979, antes de su propia fundación, con la invasión soviética de Afganistán. Son tiempos de la guerra fría y EE UU no está dispuesto a permitir el avance rojo en ningún frente. Se inicia entonces un plan para castigar esa osadía. Con la ayuda financiera de Arabia Saudí y logística de Pakistán, Washington recluta a miles de voluntarios musulmanes que, convencidos de que van a luchar al infiel y estimulados por salarios que multiplican por diez sus magros ingresos, acuden al frente con más fervor que preparación.

Proceden sobre todo de Pakistán, cuya población pastún tiene lazos de sangre al otro lado de la frontera, de países árabes pobres, como Egipto o Yemen, pero también de los ricos, como Arabia Saudí, y en menor medida del sureste asiático. Los árabes, como pronto empieza a conocérseles en las filas afganas a pesar de sus procedencias diversas, se unen allí a los muyahidín, literalmente "los que hacen la yihad" y es que como una yihad (guerra santa) se presentaba la lucha contra el invasor soviético. Hay dinero a espuertas para financiar la campaña y con los voluntarios llega armamento y corrupción. También algunos idealistas.

De creer los testimonios de quienes le conocieron en aquella época, Bin Laden pertenecía a ese último grupo cuando a mediados de los ochenta llegó a un Afganistán en plena guerra civil. No fue el único joven árabe de buena familia que sintió la llamada de la solidaridad con los hermanos afganos. Hijo de un multimillonario constructor saudí de origen yemení, Osama tenía dinero propio con el que financiar su aventura. Tal vez no era aún un islamista radical, pero había en él algunos rasgos que luego se han probados comunes a muchos de ellos: formación moderna, espíritu piadoso y falta de vías de expresión política en su país de origen.

La relación de Bin Laden con la CIA durante esos años constituye un capítulo oscuro. Mientras que hay testimonios de que él, como otros adinerados saudíes, habría ayudado a canalizar la ayuda que esa agencia proporcionaba a los muyahidín, Washington siempre han negado cualquier vínculo. Sea como fuere, cuando a raíz de la desaparición del régimen soviético Estados Unidos pierde interés en Afganistán y deja de enviar dinero, el saudí, que entonces ya está en la treintena, sigue visitando el país. Ha formado un grupo que llama Al Qaeda (la base) y comparte con los afganos la sensación de abandono de sus antiguos aliados.

Casi sería una historia romántica si no fuera peligrosa. Pero todo cambia el día en que Bin Laden se cruza con Aymán al muyahidín, espías, periodistas y aventureros. Al Zawahiri, un cirujano egipcio seis años mayor que Osama, está buscado en su país como responsable de yihad islámica, el grupo que años antes asesinó a Sadat. El egipcio carece de recursos económicos, pero tiene la formación ideológica de la que adolece el saudí.

La sintonía personal se transforma en alianza. Es a partir de entonces cuando la inicial lucha contra el infiel de Al Qaeda desborda las fronteras afganas y se extiende a los soldados estadounidenses en Somalia (1993), las embajadas norteamericanas en Kenia y Tanzania (1998), el destructor norteamericano US Cole (2000) y, finalmente, las torres gemelas y el pentágono (2001). ¿Qué ha pasado? Nadie lo sabe muy bien. Algunos analistas defienden que, convencidos de ser los artífices de la derrota del régimen soviético e imbuidos de su propia propaganda islámica, los cabecillas del apoyo árabe a la resistencia afgana se lanzan a derrotar a la otra gran superpotencia.

Otros expertos discrepan y consideran que la guerra contra estados unidos es un instrumento. "dividir al mundo islámico entre la umma (comunidad musulmana) y los regímenes aliados con EE UU les ayudaría a conseguir su fin primordial: avanzar la causa de la revolución islámica dentro del mundo musulmán", ha escrito en foreing affairs Michael Scott Doran, profesor de estudios de oriente próximo en la universidad de Princeton. Prueba de ello sería que la ola de terrorismo mal apellidado islámico afectó en primer lugar a oriente próximo cuando a principios de los noventa regresaron los afganos, como se conoce a los militantes árabes que combatieron en Afganistán.

Mientras tanto, el cambio de situación que se ha producido en ese país da a Al Qaeda una base segura. Abandonado a su suerte tras la salida soviética, Afganistán se ve sumido en una nueva guerra civil: los siete grandes grupos de muyahidín se pelean ahora entre ellos por el control de Kabul. Hasta que, impulsados por los servicios secretos paquistaníes y recibidos con flores por una población exhausta, llegan los talibán (seminaristas musulmanes). Formados y armados en las madrasas del vecino Pakistán, se imponen en el país con un mensaje de pureza islámica que coincide con los valores que persigue Bin Laden.

El saudí, a quien su gobierno ha retirado la nacionalidad en 1994 y ha tenido que abandonar su refugio en Sudán en 1996, se instala en Afganistán. Con recursos financieros superiores a los del régimen talibán, Al Qaeda (cuyo patrimonio se estima en 5.000 millones de dólares) parasita el país y lo convierte en su santuario. El bombardeo de varios de sus campos de entrenamiento en 1998, tras los atentados de Nairobi y dar es Salam, no pareció desanimar sus planes. Hasta la guerra de octubre de 2001.

En sólo diez años el monstruo ha extendido sus tentáculos por medio mundo y los servicios de espionaje que inicialmente no le prestaron demasiada atención se han lanzado a una carrera contra el tiempo para intentar cortarle la cabeza antes de que sea tarde. "Incluso si Bin Laden resultara muerto, se trata de una organización que puede continuar", advierten expertos en la lucha antiterrorista. Observadores avezados de Al Qaeda coinciden en que es un error verlo como "un simple movimiento de árabes y afganos".

Su alcance está determinado por su sistema de relaciones flexibles. No se trata de una organización estructurada. "Tiene un núcleo central y montones de pequeños núcleos ligados al centro, pero capaces de operar de forma independiente", explica un especialista árabe. Otros, sin embargo, interpretan que Al Qaeda "utiliza agentes interpuestos que comparten la misma filosofía de odio a occidente y logra que esos individuos lleven a cabo su agenda". Por eso se habla de red y resulta tan difícil combatirla. No por falta de voluntarios. La base cuenta con todo un entramado de simpatizantes entre aquellos antiguos combatientes afganos, más nuevos desafectos captados en mezquitas, universidades y organizaciones caritativas islámicas.

El problema para occidente es doble. Por un lado, luchar contra los infiltrados en esas instituciones, donde está el caldo de cultivo de las células durmientes, sin alienar a los musulmanes en general. Por otro, hacer frente a la segunda oleada de afganos que han huido de Afganistán desde que el derribo del régimen talibán les privó de su santuario. En los años ochenta la lucha de los muyahidín era una misión sagrada. Hoy, el aparato de propaganda de estados unidos llama yihadistas a los herederos de esos combatientes para evitar confusiones.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Ángeles Espinosa
Analista sobre asuntos del mundo árabe e islámico. Ex corresponsal en Dubái, Teherán, Bagdad, El Cairo y Beirut. Ha escrito 'El tiempo de las mujeres', 'El Reino del Desierto' y 'Días de Guerra'. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense (Madrid) y Máster en Relaciones Internacionales por SAIS (Washington DC).

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_