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Columna
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Normal

Una de las cosas buenas de los resultados electorales del domingo pasado es que por aquí, en Andalucía, tendremos menos oportunidades de recurrir a la retórica del castigo: pienso en todas esas palabras a propósito de la pobre Andalucía perseguida y saqueada por ser precisamente Andalucía, la Andalucía que se crece en el castigo, como un toro. Ahora, después de las elecciones, los problemas políticos se resolverán como problemas políticos, hablando normalmente. Hablarán, por lo menos, la Junta y el Gobierno central. El asunto será más retorcido en el Parlamento de Sevilla: según nos ha demostrado la experiencia, la mayoría absoluta tiende a liquidar la conversación política, sobre todo cuando los interlocutores principales llevan años sin hablar, sólo dándose gritos, como les sucede al PP y el PSOE andaluces.

Cuando termine la historia de la insaciable injusticia que Andalucía padece por culpa del Gobierno central, otro discurso resultará superfluo, o así quiero suponerlo: la propaganda institucional del espíritu andaluz y las esencias andaluzas tal como las han concebido los diseñadores de la sagrada imagen de Andalucía estos últimos años. Han buscado hacer creíbles unas costumbres generales, únicas, impuestas artificialmente a los 87.000 kilómetros cuadrados y a las ocho provincias de la Comunidad, donde todos sus habitantes hablaríamos con el mismo acento imaginario andaluz, que por casualidad casi coincide con el del occidente andaluz, precisamente la zona que fue castellanizada más temprano.

El victimismo y el localismo sensiblero, a pesar de pretenderse reivindicativos, son una forma de conformismo absoluto. El paternalismo institucional de los diseñadores de esencias andaluzas ha llegado a asimilar como rasgos de distinción del país, dignos de ser preservados, lo que en realidad son secuelas de décadas de obligatoria limitación claustrofóbica, cuando la única posibilidad de romper el cerco local era la dolorosa aventura de la emigración. Pero ni siquiera la pobreza de horizontes fue exclusiva y típica de Andalucía: traduzco unos versos del poeta romano, romanesco, dialectal, Giuseppe Gioachino Belli, porque en ellos encuentro la provincia decimonónica, encerrada en sí misma, muy parecida, supongo, a la que aún existía aquí en el siglo XX: "Y en viendo el fondo de la copichuela, / una meada y un avemaría, / y en santa paz tiramos pa' la cama".

Ahora miramos menos al fondo del vaso. Salimos al extranjero a estudiar, y no es raro pensar en vivir y trabajar fuera, por elección, no por desesperación. Quizá sea el momento de tener una visión normal del país. Lo más propio de Andalucía, diría yo, es su pluralidad y su internacionalismo: nuestra relación, perceptible, material, con la cultura mediterránea, atlántica, romana, judía, árabe y americana, nuestros modos de participar en la historia de España, de Europa, de América. No espero que se acabe el culto a una Andalucía limitada y artificialmente local, propagandísticamente difundida como la única Andalucía existente. Pero me gustaría que esa manera de ver las cosas no continuara siendo dominante.

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