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Tribuna
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Hablar en horas trágicas

José María Ridao

Ahora que ya hemos enterrado a nuestros muertos, que los hemos llorado y, sacudidos aún por la barbarie, hemos contemplado bajo los efectos de una anestesiada y apática distancia cambios políticos que habíamos deseado fervientemente, ahora es el momento de hablar con claridad: durante ocho años, nuestro país ha estado gobernado por un político mediocre y ventajista. Un político que, en efecto, no se encaramó al poder a través de ningún golpe de Estado -aunque a juzgar por lo que dejó dicho y escrito en el arranque de su carrera política coincidía en el ideario con quienes lo intentaron en febrero de 1981-, sino que lo hizo a través de las urnas y del voto mayoritario de los ciudadanos. Sin embargo, ¿era ése un motivo bastante para acallar la crítica o se conservaba, por el contrario, el derecho a sostener que las urnas dictaminan sobre las mayorías y no sobre la razón, exactamente como nos enseñaron tras las últimas elecciones en el País Vasco quienes en los últimos tiempos han estado censurando a cuantos se atreviesen a levantar la voz contra el Gobierno central y su presidente? Porque si se conserva ese derecho, y la democracia es democracia precisamente porque ese derecho se conserva, entonces no resulta aceptable que se responda con exabruptos, con acusaciones de irresponsabilidad y de complicidad con unos u otros asesinos, con sentencias de frivolidad o de atolondrada estulticia izquierdista, a quienes consideraban que enfrentarse al terror no exigía conformarse con que la falta de escrúpulos y la mentira se instalasen en las instituciones. Una vez más, ¿no es eso lo que nos enseñaron quienes, jugándose la vida en el País Vasco, han reclamado sin embargo un incomprensible silencio frente al Gobierno central?

Durante ocho años, el presidente del Gobierno ha estado invocando nuestras mejores causas, nuestras causas más indiscutibles, no tanto con el propósito de hacerlas avanzar y brindarlas al país como el legado generoso de un hombre de Estado, sino con el de utilizarlas como atajo para ocupar lo que jamás le permitirán ni su capacidad ni su talante: un hueco de honor en nuestra historia y en nuestro recuerdo. Es probable que muchos ciudadanos no fuesen conscientes de esta mezquina ambigüedad, y nada se les debe reprochar. Otros, en cambio, sí supieron, porque su vocación y muchas veces su profesión es la de analizar y la de saber, pero prefirieron apostar a partir de un juicio táctico; legítimo y honesto, pero táctico. La condescendencia que optaron por mostrar hacia las maniobras de un dirigente cuyas insuficiencias conocían, y cuya estirpe ideológica no les podía resultar una incógnita, tenía que ver, según dijeron, con el convencimiento de que, pese a disentir con él en muchas cosas, coincidían sin embargo en la manera en que se proponía enfrentar el terrorismo. Y en la medida en que el terrorismo afecta a la vida y la muerte de los ciudadanos, en la medida en que su macabro mensaje nada tiene que ver con la política, se inclinaron entonces por dar un paso que les colocaba, de manera inexorable, en una situación de no retorno en su apoyo a un gobernante sin grandeza: convirtieron su opción táctica en una opción moral.

Además de innecesario, ese paso auspiciaba un género de división entre los ciudadanos sobre la que no cabe compromiso: una división entre dignos e indignos, entre valientes y cobardes, entre lúcidos y ciegos. Pese a lo que pudiera parecer, lo que importa en esta secuencia maniquea no es la concreta pareja de opuestos que se esgrime con el ánimo de ensalzar o de afrentar, sino el hecho de que alguien sin más título que el uso de la palabra se imagine investido de no se sabe qué extraña autoridad como para decidir, en primer lugar, el criterio sobre el que se debe establecer la distinción y, en segundo lugar, qué actitudes políticas o ciudadanas deben ser consignadas en el lado correcto y cuáles en el incorrecto. Por más incomprensible y hasta doloroso que pueda resultar, lo cierto es que un mismo individuo puede adoptar un comportamiento digno ante una circunstancia e indigno ante otra, puede ser valiente o cobarde dependiendo de la coyuntura a la que se enfrenta, lúcido o ciego en función del estímulo al que responde. Y constatarlo así no tiene por objeto sostener que se deben convalidar unas actuaciones con otras como si se refiriesen a materias equiparables, según hacía, por ejemplo, un prestigioso historiador al decir que, de acuerdo, Felipe II era un tirano, pero amaba tiernamente a sus hijas. Antes por el contrario, constatarlo así pretende advertir del riesgo que lleva tiempo sobrevolando sobre nuestras cabezas, y que el 11 de marzo se manifestó bien a las claras: el riesgo de que si se admite el criterio de que la dignidad, la valentía o la lucidez sólo se alcanzan apoyando una política, una y nada más, entonces quien patrocina esa política acabará cediendo a la tentación de utilizarla no como criterio, sino como coartada. Eso, exactamente eso, es lo que se ha venido haciendo durante ocho años: encubrir bajo el compromiso en la lucha contra el terrorismo y con las víctimas la ignominia en todo lo demás.

Para decepción de muchos ciudadanos, indignados con la manera en la que el Gobierno y su presidente hicieron frente a calamidades y situaciones de emergencia, y también con la falta de escrúpulos con la que empujaron al país hacia el callejón sin salida de la invasión y la ocupación de Irak, aquellos que habían dado hasta entonces una lección de coraje cívico en el País Vasco se convirtieron de pronto en implacables cancerberos de las objeciones y críticas al Ejecutivo. Para empezar, instituyeron una especie de tributo en virtud del cual nadie parecía estar legitimado para la protesta si antes no se había pronunciado contra el terrorismo, y así establecieron un vínculo insoslayable entre los múltiples asuntos en los que el Gobierno actuó con incompetencia, o guiado por un interés mezquino, y la barbarie perpetrada en nombre de la independencia del País Vasco. Para hablar del Prestige, del accidente del Yakolev, de la manipulación informativa o de tantos otros asuntos había que haber hecho méritos suficientes contra la criminal imposición etarra. En realidad, se podía o no estar de acuerdo con este intempestivo requerimiento, pero toda objeción contra él debería haber cesado si quienes tenían hechos los méritos, si quienes habían sido hasta entonces nuestro modelo de ciudadanía y de compromiso, no hubieran optado por poner sordina a las críticas al Gobierno o por acallarlas en lugar de lo contrario; en definitiva, si no hubiesen recuperado el argumento de que criticar el ejercicio del poder por parte de quien defiende nuestra causa es poner nuestra causa, y no el ejercicio del poder, en tela de juicio.

Pero es que, ya no sólo para decepción de muchos ciudadanos, sino también para su enojo, además de instituir esa especie de tributo, se inventaron una caricatura a la que exigírselo, una especie de sambenito automáticamente colocado sobre cualquier ciudadano que mantuviese una opinión distinta a la del Gobierno o su presidente, y no digamos ya manifestarla. Se trataba de la ca-ricatura de un izquierdista cerril y elemental, aquejado de logorrea contestataria y embargado por una melancolía de otros tiempos que habría llegado a convertirlo en una figura ridícula de puro anacrónica: la del antifranquista, pero sin Franco. Y el enojo de muchos ciudadanos hacia quienes no hace tanto admiraban por su actitud ante la barbarie etarra no procede sólo de sentirse vejados por esta forma de minusvalorar sus críticas legítimas a un Gobierno tan criticable como cualquier Gobierno en democracia; procede, además, de que quienes les han tratado de este modo, reduciéndolos a un fantoche que prefiere habitar en un país de fantasía antes que cambiar de ideas, no hayan dudado en reclamar para sí nada más y nada menos que la condición de combatientes contra el Tercer Reich, contra el hitlerismo. ¿Comprenderían lo mucho que han ofendido si se les recordase que, como en el caso de los antifranquistas sin Franco, el suyo es un antihitlerismo, pero sin Hitler? ¿Por qué extraña razón no es posible sostener que, en la España de hoy, la que percibimos sin necesidad de recurrir a la comparación con ningún precedente histórico, existen múltiples problemas, que van desde el más grave, que es la existencia de una banda de asesinos que mata y extorsiona, a muchos otros de índole diversa, con los que, no por existir el primero, ha de ser obligatorio conformarse?

Tras las reacciones que mostraron a los atentados del 11 de marzo aquellos a quienes antes admirábamos, tras su manera de hablar en horas trágicas, ya no fue posible la decepción ni el enojo. Entonces fue simple y llana rabia, frente a la que lo único que queda en pie es el reconocimiento por la actitud que mantienen frente a los etarras, y sólo frente a los etarras. Lo de menos es que los argumentos que emplearon en prensa, radio y televisión partiesen de un error en la determinación de la autoría de la masacre, puesto que, a fin de cuentas, los asesinos que matan a muchos inocentes de una sola vez no hacen buenos a los asesinos que los matan de uno en uno. Fue la pasmosa, la fría e inquietante facilidad con la que decidieron considerar como cómplices de la tragedia a quienes no habían dado otra muestra de complacencia con los asesinos que la de disentir del Gobierno y su presidente, la de reprocharles que utilizaban las instituciones a su favor y que mentían, la de enfrentarse a unas decisiones que no respetaban el espíritu de los procedimientos constitucionales, lo mismo para implicarnos en una guerra que para aprobar leyes penales precipitadas y que arrastraban al Estado de derecho hacia un estrecho callejón, en el que podía embarrancar. Que estaban hartos, que no mirarían ni rozarían siquiera a quienes, como ellos, no hubiesen hecho de una opción táctica una opción moral: ¿en eso consistía todo el mensaje que tenían que dirigir a una sociedad sobrecogida, que se aprestaba a llorar a sus muertos y a enterrarlos? ¿Es que consideraban apropiado el momento para reclamar que se les diera la razón, y no para encontrarse en el dolor y en el sufrimiento incluso con quienes a su juicio podían estar equivocados acerca de muchas cosas, pero no en el rechazo frontal a los crímenes?

Finalmente, el político mediocre y ventajista que gobernó España durante ocho años ha dejado patente su talla a ojos, no ya de la mayoría de sus conciudadanos, sino del mundo entero. El precio, sin embargo, ha sido tan alto, tan trágico y desproporcionado, que al final lo único que somos capaces de sentir quienes nos opusimos a él, quienes abominamos de sus métodos y sus insultos, es una desconsolada compasión, un deseo ferviente de que encuentre ánimos para apaciguar su íntima tortura, sabiendo como sabemos al ver su gesto desencajado que los fantasmas que sin duda pueblan su ánimo no le habrán de abandonar ya de por vida.

José María Ridao es diplomático

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