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Columna
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Épica

Al final del tercer año de su segundo mandato sintió la llamada de la gloria. Le quedaban entonces apenas doce meses para alcanzarla, pues había prometido -y ello le honraba- abandonar en aura de multitudes el cargo; renunciar a un cantado tercer mandato y construir así otra épica, no menos digna: la de la discreción y el superávit.

Pero había leído muchos libros de historia ardiente en sus veranos de Les Platgetes, después en la isla de Menorca. Había aprendido a combinar los mapas bélicos con los versos más heroicos; las espadas y los barcos con las epopeyas admirables. Había gozado con las mayores gestas de Grecia -aquella grandiosa batalla de Salamina, donde nos salvamos-, con las de Roma también, y con los avatares de leyenda que habían transitado los grandes hombres de la guerra, el medievo y la conquista.

Obsesionado por el olvido, bien sabía él que pocos dirigentes perduran en el libro de la historia. Muy pocos, exceptuando a aquellos que abordaron la infame ocasión de la guerra, que las madres odian. Por ello se emocionaba ante ese esplendor universal, esa profundidad de los hechos y ese gran temblor de la biografía que él (¿yo?) podía tentar. Sí, él, aquel hombre que había sido inspector tributario en la Rioja, luego modesto diputado por Ávila, después presidente de Castilla y León con los votos del CDS; el que supo llegar a valido de Fraga. Sí, yo, el que antaño parecía que no iba a ir mucho más lejos que un Gabriel Elorriaga hijo (o padre), podía ahora, tras muchos años de esfuerzo y espera, ser nada menos que el rey del mambo. Salir en los telediarios norteamericanos, hablar como en Chihuahua, situarse en la palestra, existir. Y España, engrandecida, al fondo. Como si España fuera Rusia, tal vez Alemania, quién sabe si China.

Y así incurrió en la guerra de Irak, que el pueblo no quería, tampoco sus votantes. Insolencia suprema, factura que siempre llega. Y ahora la paga, del modo más cruel, acompañada de un dolor que no cesará nunca en nuestra historia. Mala suerte. Por los siglos de los siglos.

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