La encarnación de las ideas
La bobería propia de los tiempos que corren ha determinado que de unos años a esta parte la atención de escritores y críticos se haya entretenido con demasiada frecuencia en la discusión acerca de las fronteras entre realidad y ficción. Cuando lo que corresponde, la mayor parte de las veces, es dirimir las vecindades de dos formas genéricas que no por azar surgieron al unísono y que juntas han contribuido a configurar tanto la sensibilidad como el pensamiento modernos: el ensayo y la novela.
¿Por cuál de estas dos formas se decanta Elizabeth Costello, el último libro de Coetzee, tan extraordinario como desconcertante?
Para responder esta pregunta conviene recordar las confluencias crecientes que se dan entre novela y ensayo a lo largo de todo el siglo XX, en el que tan a menudo parecen haber solapado sus naturalezas respectivas. Y en la tarea de deslindar lo que, en última instancia, diferencia a uno de otra, no está de más traer a colación las palabras con que Robert Musil -autor muy querido de Coetzee, y que llevó más lejos que nadie la alianza entre ambos géneros- venía a justificar su preferencia final por la novela: "No es que se expresen ideas en la novela o el relato, es que se deja que resuenen", puntualizaba Musil en un apunte de 1910. "Entonces: ¿por qué no elegir mejor el ensayo? Justamente porque esas ideas no son algo puramente intelectual, sino algo intelectual entreverado con lo emocional. Porque puede ser más poderosa la encarnación que la expresión de esas ideas".
ELIZABETH COSTELLO
J. M. Coetzee
Traducción de Javier Calvo Mondadori
Barcelona, 2004
240 páginas. 17 euros
Algo muy semejante debió de decirse a sí mismo Coetzee cuando, puesto en situación de exponer públicamente algunas de sus ideas, optó por hacerlo a través de un personaje de su invención: Elizabeth Costello, protagonista ahora del libro que lleva su nombre. En él ha reunido Coetzee todas las piezas -en su mayoría publicadas antes en distintos lugares, dos de ellas en el pequeño volumen titulado La vida de los animales (Mondadori, 2001)- donde ha ido prestando aliento a este personaje, a veces ante el asombro de un público que, sin previo aviso, asistía perplejo a una extraña y equívoca modalidad -fraudulenta para algunos- de "conferencias narrativas".
Elizabeth Costello, álter ego de Coetzee, es una distinguida escritora australiana que, ya anciana (nació, se dice, en 1928), es invitada aquí y allá a recoger honores e impartir charlas, y se enfrenta fatigada a ciertas reflexiones cruciales. Tanto como las ideas que Costello acierta a exponer en las charlas que da, a Coetzee le interesan los diálogos o las discusiones a que dan lugar, las dudas de su protagonista, su confusión y su debilidad a menudo intensamente patéticas.
En la primera de las ocho
"lecciones" de que el libro consta, Coetzee formula muy claramente la poética que lo rige. Lo hace a partir de su muy particular y decisiva noción de realismo (término que da título a esa primera lección): "El realismo nunca se ha sentido cómodo con las ideas", asegura. "No puede ser de otra forma: el realismo se basa en la idea de que las ideas no tienen existencia autónoma, solamente pueden existir en las cosas. De forma que cuando necesita debatir ideas, como aquí, el realismo debe inventar situaciones -paseos por el campo, conversaciones- en las que los personajes enuncien las ideas en pugna, y por tanto, en cierta forma, las encarnen. La idea de encarnar resulta ser fundamental".
Esta necesidad -ya sentida por Musil- de que las ideas se encarnen narrativamente es proporcional al sentimiento, por parte de quien las formula, de su precariedad; también, por así decirlo, de su peligrosidad. Y por peligrosidad cabe entender aquí tanto el que esas ideas vayan a contrapelo de lo que se toma comúnmente por razonable como el que, para ser formuladas, precisen de palabras desusadas, de argumentos intimidantes o directamente irritantes.
Cada una de las "lecciones" de Elizabeth Costello -tanto del personaje como del libro al que da título- enfrenta al lector a una reflexión incomodadora que lo mueve a reconsiderar sus puntos de vista respecto a cuestiones cuya fragilidad sólo se le hace visible a través de la tensión y de la problematicidad que en torno a ellas generan las actitudes y las convicciones a menudo intempestivas de la anciana escritora.
¿Y cuáles son esas cuestiones? Los títulos de las sucesivas "lecciones" del libro ofrecen una pista casi disuasoria por su amplitud: La novela en África, Las vidas de los animales, Las humanidades en África, El problema del mal, Eros...
En el tratamiento de todos estos asuntos, lo característico de Elizabeth Costello es cómo, por debajo de su terca pero cada vez más zozobrante personalidad, de sus actitudes a menudo incoherentes (pero "la coherencia es el duende de las cosas pequeñas", según se dice aquí por algún lado), revela un coraje asombroso a la hora de asumir sus propias perplejidades y, desde el centro de todas ellas, invocar una suerte de místico humanismo que bebe a partes iguales de los ideales de belleza y sensualidad de los griegos y del más humilde franciscanismo.
Su presupuesto radical se formula en los siguientes términos: "Al hecho de pensar, al raciocinio, le opongo la plenitud, la encarnación, la sensación de ser".
El atrevimiento es, por su par-
te, la más alta virtud de Coetzee como escritor. En este libro no se arredra ante las derivas religiosas de su pensamiento y osa emplear categorías como las de pecado, alma, salvación, obscenidad, caridad, éxtasis, compasión. Con su frugalidad característica, con su ascética reserva, Coetzee asume la herencia más delicada pero también más exigente de la espiritualidad laica moderna. Quizá sea el único autor contemporáneo que en su escritura se atreve a convocar sin desdoro el modelo de Kafka, cuya sombra atraviesa este libro de un extremo a otro. Y a su vera, concita el recuerdo de poetas como Hölderlin o Rilke, o de pensadores como Hofmannsthal o Canetti, o de artistas como Franz Marc o Paul Klee, alienándose ocasionalmente en algunos de sus planteamientos -los más discutibles, valga decirlo- con autores como George Steiner o Roberto Calasso.
Conminada a declarar sus creencias, Elizabeth Costello se define a sí misma como "una secretaria de lo invisible, una de las muchas que ha habido en la Historia...". "No me corresponde", añade, "interrogar ni juzgar lo que me es dado. Simplemente escribo palabras y luego las pongo a prueba. Pruebo su solidez para asegurarme de que he oído bien".
Declaración que se ajusta bien a la peculiar textura de este libro, pero que, por lo que toca a Coetzee, conviene no tomar al pie de la letra. O hacerlo sólo a condición de tener bien presente que la prueba a la que somete a las palabras es de orden moral.
Si es cierto -y sin duda lo es- que la inteligencia es una categoría moral, como pretendía Adorno, habrá que convenir entonces en que la intensa moralidad de este libro impresionante sería una de las más elevadas vías de inteligir el mundo presente. De examinarlo. De resistirse a él. También de transformarlo.
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