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Reportaje:MATANZA EN MADRID | Familias

El tormento del pabellón ocho

La esperanza dio paso al desaliento en cientos de familiares que acudieron a la improvisada morgue

Francisco Peregil

El 11 de septiembre de 2001 muchas de las víctimas que iban a morir llamaron a sus familiares desde el teléfono móvil. Para decirles simplemente “te quiero”, para enviarles el último beso, para despedirse. La gente que iba llegando ayer al pabellón 8 del recinto ferial Juan Carlos I venía buscando una llamada. Se agarraba a cualquier cosa. Los móviles a veces se rompen, una persona puede quedarse inconsciente durante horas. Llegaban al pabellón con cierta esperanza, bien vestidos, peinados, enteros. Pero había que estar allí y observarlos una hora detrás de otra. Había que presenciar las caras de la gente para hacerse cargo de la magnitud de la tortura. Y había que escuchar a David, un transportista de Guadalajara, preguntando por su esposa.

"Hay decenas de cadáveres en el suelo sobre mantas blancas y negras"
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Eran las siete de la tarde. Muchas horas ya sin señales de vida de su esposa, que cogió el tren esa mañana. De pronto, alguien había llamado al hermano de David desde el hospital Gregorio Marañón para decirle que allí había una mujer inconsciente que podía tener la edad de Begoña, la esposa de David. La persona que llamaba desde el Gregorio Marañón no conocía personalmente a Begoña, la esposa de David.

Había que ver a los nueve familiares de Begoña pegados a un teléfono móvil y preguntando:

-¿Qué pantalón lleva?

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-Dice que negro. Y que traía una bufanda granate. ¿Llevaba hoy Begoña una bufanda granate?

-No sé, puede ser- contestaba David. Dile que cómo es esa mujer. Que Begoña tiene mucho vello en el brazo y muy negro. ¿Lo tiene ella igual?

-Dice que mucho vello no, pero que tiene la piel muy blanca. Y dice que tiene como un juanete en el dedo gordo del pie derecho. ¿Lo tiene Begoña?

-No, eso no- contestaba David.

Y las ocho, nueve o diez caras apretujadas en torno al teléfono móvil se quedaban como derretidas, hundidas. Hasta que uno de ellos apuntaba:

-El reloj de Begoña era Viceroy.

Y otro añadía:

-Y tenía una alianza.

Entonces la persona que se hallaba en el Gregorio Marañón informaba de que la mujer que ella veía no llevaba reloj, pero sí alianza. Cualquier excusa era buena para mantener la esperanza. La tortura seguía extendiéndose por todos los rincones del pabellón.

En una esquina alguien consolaba a una joven que lloraba por su padre:

-No te encierres, no te encierres.

-Es que es muy raro...

-Pero es que han podido pasar muchas cosas.

En otra parte de la sala una mujer angustiada por la suerte de su hijo recibió una llamada. ¡Y era su hijo! Empezó a gritar y a saltar de contento, pero los psicólogos la cogieron y se la llevaron discretamente de la sala. Su efecto era muy nocivo para quien no sabía nada de los suyos.

Antonio Sotillo llegó para interesarse por el marido de la asistenta. "Es una chica peruana que trabajaba allí de encargada de unos grandes almacenes. Le ha costado la misma vida venir a España. Ha conseguido traerse al marido, que es pintor de obras... y ahora..."

La empleada de hogar se encontraba en el Gregorio Marañón esperando que su marido apareciese en la lista de heridos. Y llamaba a cada momento a Antonio al pabellón ocho por ver si allí se sabía algo. Pero el nombre del marido no aparecía en ninguna lista. A ella le había parecido verlo en televisión y con vida, entre los heridos. Pasaban las horas. De vez en cuando, algún sándwich, algún café. Y mucho psicólogo. Pero a las siete de la tarde la policía reclamaba la presencia de los familiares directos para dar el mayor número de datos sobre los desaparecidos.

Y allí llegó Noelia, llorando, se abrazó a Antonio y le dijo que los periodistas peruanos habían ido a casa de sus dos hijos, allá en Lima, que no sabían nada del accidente. Y que pedían fotos del marido.

En el pabellón ocho, la gente procuraba hablar de cualquier cosa trivial. No se mencionaba la palabra ETA ni la de Al Qaeda, salvo alguien que prorrumpió a gritos en improperios contra los terroristas. Hasta las nueve y cuarto, en que la CNN reveló que Al Qaeda había reclamado el atentado, ése era un tema que ni se mentaba.

A veces se procuraba incluso reír. Había más de tres psicólogos por cada familiar y decenas de sacerdotes procurando socorro.

De pronto, dos personas estallaban en llantos, se abrazaban y así se quedaban cinco minutos. Pero el día era muy largo. El joven que llegó con su traje, corbata y charlando con otros amigos y familiares, empezó a quitarse la chaqueta, a encadenar unos cigarrillos tras otros, a caminar por el pabellón, descomponiéndose minuto a minuto durante muchas horas, como todo el mundo...

Pocos metros más allá, en el pabellón seis, una persona describía el panorama: "Hay decenas de cadáveres en el suelo sobre mantas blancas o negras. Pero a los familiares no se les deja ver esto. Los cadáveres llegan envueltos en bolsas blancas. Muchos de ellos, destrozados. A las familias se les piden datos para poder identificarlos. Mientras tanto, se arreglan los cadáveres para que los familiares decidan si quieren llevarlos a algún tanatorio".

"Hay como 500 personas trabajando, entre personal del Samur, forenses, policías, funerarias, conductores de los que traen los cadáveres. Hay mucha sensación de frío aquí", indicaba la citada fuente dentro del pabellón seis. "Llegan en fundas blancas y los colocan a la derecha. Se les pasa a la izquierda para identificarlos. Y entonces se les vuelve a poner a la derecha en fundas negras. Después se les separa por biombos y cortinas blancas para que las familias no vean más que a su familiar".

Pocos metros más arriba, en el pabellón ocho, el tormento de las familias se hacía más angustioso. "Es que ahora está llegando la gente que ha ido de hospital en hospital preguntando por los suyos. Y ya vienen aquí como última esperanza, agarrándose a lo que sea".

Los profesionales que trataban de cerca a esos familiares se contagiaban de su ansiedad. Dos psicólogas encargadas de facilitar las listas de heridos se lamentaban: "Esto es un caos. Son las nueve de la noche y aún no hay una lista pequeña de muertos".

Una réplica de todo esto sucedía en el pabellón siete de Ifema, justo enfrente. Las víctimas se comportaban de forma exquisita. Pero gente como Noelia, la asistenta peruana de Antonio, y David el transportista, seguían pendientes del teléfono móvil. En busca de una llamada que terminase con la tortura de este terrible 11-M.

Empleados de los servicios de Urgencia de Madrid alinean los cadáveres de las víctimas en la estación de Atocha.
Empleados de los servicios de Urgencia de Madrid alinean los cadáveres de las víctimas en la estación de Atocha.AP

Sobre la firma

Francisco Peregil
Redactor de la sección Internacional. Comenzó en El País en 1989 y ha desempeñado coberturas en países como Venezuela, Haití, Libia, Irak y Afganistán. Ha sido corresponsal en Buenos Aires para Sudamérica y corresponsal para el Magreb. Es autor de las novelas 'Era tan bella', –mención especial del jurado del Premio Nadal en 2000– y 'Manuela'.

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