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Columna
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La boda

La gente estará allí desde mucho antes, agolpada en las aceras. Muchos llevarán cámaras, porque saben que ese día va a pasar a la historia y quieren tener un recuerdo, una prueba de que ellos se encontraban ahí cuando ocurrió. "La dignidad no puede fotografiarse", dice Bob Dylan en una de sus canciones; pero la historia, que suele ser justo lo contrario, sí. ¿Quién no recuerda a la niña vietnamita que huye del napalm, o al prisionero al que un militar le pega un tiro en la sien o el fusilamiento televisivo de Ceaucescu y su señora, o, en dos onces de septiembre distintos e iguales, a los hombres que se arrojaban al vacío desde las Torres Gemelas de Nueva York y al ejército que asaltaba el Palacio de la Moneda, en Santiago de Chile, para derrocar a Salvador Allende? Todo el mundo ha visto que esas cosas sí pueden fotografiarse. "Historia, musa de la muerte", como dice nuestro último premio Cervantes, el poeta Gonzalo Rojas.

Pero volvamos a la gente que estará allí el día de la boda, en las calles de Madrid, haciéndole un interminable pasillo de honor al cortejo. Serán miles y los habrá de todas clases. Habrá quienes lloren sin saber por qué y otros que agiten banderas. Habrá padres que lleven a sus hijos sobre los hombros. Habrá mujeres con flores en las manos. Habrá simples curiosos, feroces escépticos y personas llenas de fervor monárquico. Al pasar el coche con los novios, sin embargo, parecerá que todos se unifican y se hacen una sola cosa, porque las ovaciones serán homogéneas, ensordecedoras.

Dentro de la catedral de la Almudena, los asistentes a la ceremonia serán muy distintos. No faltará ninguna personalidad de las que gobiernan las altas jerarquías de la política o la economía nacional y habrá también otras celebridades del mundo de la cultura, el espectáculo, el deporte o el periodismo, además de señalados miembros de la alta sociedad, y hasta puede que alguno de la "alta suciedad", como decía, con su habitual acidez bíblica, el músico Andrés Calamaro. Habrá bastante lujo en el templo y, al comparar a los de dentro con los de fuera, alguien se acordará de lo que pasó cuando nombraron a los Beatles, cualquiera sabe por qué, Caballeros del Imperio Británico y, mientras daban un concierto al que asistía la nobleza, John Lennon dijo desde el escenario: "Ahora vamos a tocar un rock and roll. Necesitamos sus palmas. Los de las primeras filas, bastará con que sacudan sus joyas". Pues eso.

Según se avance por el pasillo del templo, el nivel de los invitados subirá más y más, se irá pasando de concejales a alcaldes, de senadores a condesas, diputadas, obispos, ministras, presidentes... En los primeros bancos estarán las familias del novio y la novia, y los reporteros buscarán en esas familias la portada de los periódicos del día siguiente: un gesto cómplice, emotivo, simpático.

Y al final, de frente al futuro Rey y a su aún futura esposa, habrá otros hombres. Y, mientras dure la ceremonia, esos hombres, que naturalmente son los sacerdotes que van a conducir la ceremonia, serán los únicos que le vean la cara a la pareja. Todos los demás verán la espalda de Felipe y Letizia y el rostro de esos hombres, sobro todo el de un cardenal que va a ser la gran estrella del solemne acontecimiento, porque es el arzobismo de Madrid y el presidente de la Conferencia Episcopal. Se llama Antonio María Rouco Varela y acaba de ser acusado de encubrir a un cura de una parroquia de nuestra ciudad acusado de violar a dos niños de 10 y 12 años, que hacían de monaguillos en su iglesia, entre los años 1998 y 2000. Los hechos fueron denunciados ante la Fiscalía de Menores de Madrid por unos catequistas de su parroquia, ante "el encubrimiento y permisividad" con que actuaron los responsables del arzobispado cuando fueron a contar allí lo que sabían.

Hace poco murió Carmen Laforet, que se hizo creyente en los cincuenta y escribió una novela, La mujer nueva, para contarlo, pero que al ver la Iglesia de cerca siguió creyendo desde lejos y por su cuenta, como tantos. Hace poco, a mi camarada Javier Marías lo censuraron por meterse con la Iglesia en un artículo. Al final de la boda, ese hombre que se llama Rouco Varela y aún no ha condenado ni al sacerdote al que ahora se investiga ni al que recientemente ha sido sentenciado, también en Madrid, a 10 años de cárcel por abusar de una menor durante ocho años, bendecirá con sus propias manos al futuro Rey y a la futura Reina de España. Podéis ir en paz.

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