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La herencia del PP

El PP llega al final de su segundo y -esperemos que por el bien de todos, por salud pública y por higiene mental- último mandato, sin haber asumido ni una sola vez su responsabilidad en ningún asunto. Bajo un permanente síndrome de Peter Pan, el presidente y los ministros dejarán sus cargos sin comportarse nunca como adultos, sin afrontar las consecuencias de sus actos.

Pero el gobierno popular, sin tremendismos, lo que nos deja como legado es una España débil en el exterior, dividida en el interior, con una evidente degradación, por no decir claramente perversión, del sistema democrático y con un modelo de crecimiento económico frágil, mal asentado y muy vulnerable. Además, la bonanza económica de los últimos años no se ha aprovechado para avanzar en convergencia en niveles de bienestar respecto a Europa sino que todos los indicadores sociales indican que la España del 2004 es una sociedad más desigual, menos justa que la de 1996.

Sobre las tres primeras afirmaciones no creo necesitar extenderme mucho. España ha pasado de ser un factor de integración, cohesión y solidaridad en la construcción europea a ser un elemento de bloqueo, de retraso y de división. Los vínculos transatlánticos no han mejorado materialmente tras la obsecuente entrega de Aznar a Bush, nuestra posición política en Iberoamérica se ha debilitado y en el Mediterráneo el camorrismo gubernamental con Marruecos va en aumento.

La exacerbada tensión territorial, el cacareado peligro para la unidad de España, no existía en 1996 y ahora el PP lo ha situado, tanto por acción como por inacción, en el centro de la agenda política. Como decía Cambó hay dos modos infalibles de fomentar el caos: pidiendo lo imposible y retrasando lo inevitable. Ambos los ha practicado con fruición el PP durante estos años. Pidiendo la imposible uniformidad de los españoles -y más en torno a un modelo de España rancio, apolillado y con algo más que resabios joseantonianos- y evitando cualquier avance, por gradual, reformista y constitucional que sea, en la mejora de la convivencia de nuestros pueblos, en la afirmación y consolidación de la España plural.

Que nuestra democracia ha sufrido un claro proceso de degradación durante el gobierno popular no es un tópico electoral. Cuando en una democracia representativa el Parlamento se convierte en un mero instrumento de validación jurídica de las decisiones gubernamentales a través de la ley de hierro de la mayoría absoluta, que lo mismo modifica 120 leyes de una tacada que cambia el Código Penal sin debate parlamentario, hablar de normalidad parlamentaria es una mera ficción formal. Del Fiscal General del Gobierno, del férreo control y manipulación de los medios de comunicación públicos y de que el 40% del PIB español esté controlado por presidentes de compañías ahora privatizadas, pero que fueron nombrados por el Gobierno en su momento, tampoco es preciso extenderse.

Respecto a la economía, la supuesta gran baza electoral del PP, nos encontramos con un escenario que arroja ya más luces que sombras. Si la coyuntura de nuestro actual crecimiento no es mala, gracias en gran parte a que a la política monetaria expansiva del BCE se suma la política fiscal expansiva -absolutamente procíclica- del gobierno popular, no se puede seguir ignorando los riesgos de tener una de las tasas de productividad más bajas de Europa, a lo cual no es ajeno ni la precariedad del empleo creado -que supera en casi tres veces la tasa de temporalidad europea- ni el bajísimo gasto en I-D y en educación por habitante, el penúltimo de la UE.

La bajísima productividad, más que los bajos salarios del Este europeo, es la principal causa de la deslocalización de empresas, y hay que recordar que la inversión directa extranjera en España está ya desde hace meses en cifras netas negativas por primera vez en muchos años, perdiendo así no sólo puestos de trabajo, sino un potente vector de difusión tecnológica. Afrontar este problema con chistes simplones sobre el tripartito catalán es pura y simple inverecundia. ¿Ha asustado entonces Camps a la multinacional MB para que cierre súbitamente su planta en Riba-roja, tras embolsarse suculentas ayudas públicas? ¿Quién asume la responsabilidad de los 23.000 puestos de trabajo en la industria valenciana destruidos el pasado año?

El propio ministro Montoro reconoce que en torno al 0,8 por ciento de nuestro crecimiento viene inducido por el gasto público. A más del efecto expansivo de las aportaciones netas europeas que recibimos -que suponen ya más del 1% del PIB español- y que se acabarán en el 2006.

Mientras que la potencia de nuestra demanda interna está a su vez condicionada porque tenemos tipos de interés europeos -son idénticos en toda la zona euro con independencia del superávit o déficit presupuestario- con tasas de inflación española. Con lo cual, con tipos de interés negativos en términos reales -descontando la inflación- el público anticipa el gasto, endeudándose, asumiendo riesgos futuros y acudiendo a la inversión inmobiliaria como refugio de sus ahorros, sosteniendo así el boom de la construcción, que a su vez, mediante el aluvión de emigrantes y el aumento de las cotizaciones permite cuadrar las cuentas públicas a través del superávit de la Seguridad Social que viene a compensar formalmente el déficit del Estado, con la ayuda siempre inestimable para el Gobierno de la inflación, que gracias al incremento de la recaudación debido a la no deflactación de la tarifa acaba de cuadrar este círculo vicioso.

Esto permite al PP presumir de aparente superávit mientras el déficit social sigue aumentando en España: un gasto social público por habitante 7,2 puntos sobre el PIB por debajo de la media europea y 40 en cuanto al gasto por cabeza; un gasto en prestaciones familiares por persona 88 puntos por debajo de esa media, y 30 puntos por lo que se refiere al gasto sanitario y 40 puntos en cuanto al gasto en pensiones y podíamos seguir así con el gasto en educación, con la tasa de abandono de los estudios y, por resumir, con la desigualdad en la distribución de la renta, la segunda mayor de Europa.

En resumen, una sociedad más desigual, una sociedad más injusta, a costa de un crecimiento frágil y vulnerable -el ciclo de la industria siempre acaba dominando el ciclo económico y la productividad es la única variable relevante a largo plazo- de un empleo precario, improductivo y, por tanto mal remunerado, de la quiebra de la equidad y de soportar a un gobierno antipático, autoritario y maleducado. ¿No merecemos una España y un gobierno mejores?

Segundo Bru es senador socialista y candidato al Senado por Valencia.

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