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LA POSGUERRA DE IRAK

Los chiíes imponen su juego en Irak

La comunidad mayoritaria entre los iraquíes exige sus derechos y prefiere el diálogo a la violencia

Ángeles Espinosa

La calle está llena de grandes peroles donde se cocina la harisa, una sopa densa de garbanzos y carne con la que los chiíes más acomodados alimentan durante el mes de muharram a sus vecinos más desfavorecidos. Es la tradición y este año en Irak, libre de las prohibiciones del régimen de Sadam, ha podido cumplirse con creces y con gran visibilidad. El país se ha llenado de banderas verdes, rojas y negras. Estas muestras pacíficas de identidad cultural y religiosa evidencian la reafirmación de una mayoría que reclama sus derechos. La liberación del yugo no sólo ha convertido a los chiíes en el principal actor del nuevo escenario político iraquí, sino que anuncia una segunda revolución, tan importante como la que sus hermanos iraníes llevaron a cabo en 1979, pero no necesariamente igual de violenta.

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"Ahora podemos respirar", constata el ayatolá Sami al Badri, de 59 años, dando muestras de una gran satisfacción por su regreso a casa. Este hombre de religión se vio obligado a abandonar Irak en 1973 cuando cursaba el último año de Medicina. Sadam aún no había alcanzado la presidencia, pero ya movía los hilos del poder desde detrás de Ahmed Hasan al Báquer, y el régimen baazista que se había impuesto con el golpe de Estado de 1968 recelaba de cualquier disconformidad. El caso de Al Badri no fue una excepción. "Tras la caída de Sadam, los chiíes hemos conseguido por fin una oportunidad de hacernos escuchar en proporción con nuestro peso numérico", añade el ayatolá.

Los chiíes son la comunidad mayoritaria en Irak. Aunque sólo son el 10% de todos los musulmanes, unos 130 millones, suponen entre el 55% y el 65% de la población, según las estimaciones, ya que no hay un censo fiable. Al régimen de Sadam le interesaba minimizar su peso y su influencia en favor de los suyos, no ya los suníes, sino un puñado de tribus y familias muy concretas. La recuperada confianza de los chiíes se aprecia estos días en las numerosas banderas verdes, rojas y negras que penden de los balcones para conmemorar muharram. "Nunca antes habíamos disfrutado de tanta libertad", constata Abu Mohamed, un constructor que está haciendo su agosto con el boom inmobiliario.

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Y sin embargo, también hay preocupación. Los últimos atentados contra la comunidad chií son todo un aviso. Los agoreros que exhiben la amenaza de la guerra civil tal vez exageren, pero está claro que hay fuerzas dispuestas a hacer fracasar cualquier proyecto democratizador y, con él, las esperanzas de los chiíes. Después de años de represión y marginación, sólo la vía democrática les garantiza una recuperación pacífica de sus derechos. Por eso apoyan las promesas de EE UU, aunque no terminen de creérselas. No tienen otra alternativa, salvo la guerra.

El máximo líder espiritual de los chiíes, el gran ayatolá Alí Sistani, ya ha dejado claro que ése no es el camino y ha pedido calma a sus seguidores. Iraní de nacimiento, Sistani no es sólo la fuente de emulación (maryáa) de los chiíes de Irak, sino de una gran parte de esa comunidad en todo el mundo, incluido Irán. De ahí que los líderes políticos chiíes busquen su aprobación como en otros tiempos los católicos europeos buscaban la del Papa.

"Hay muchos grupos que intentan llevar a este país hacia la guerra civil", manifestaba el viernes en su prédica Ahmed al Safi, el conductor de las plegarias en la mezquita del imam Husein de Kerbala y seguidor de Sistani. "Pero no podemos ser derrotados si creemos en nosotros mismos", prosiguió, "lo ocurrido (el martes) es lo mismo que ocurrió hace 1.400 años en Kerbala: una lucha entre el bien y el mal". La batalla de Kerbala, en la que Husein, nieto de Mahoma, murió decapitado, puso fin a la disputa dinástica para suceder al profeta y dio lugar a dos interpretaciones rivales del islam, la suní y la chií.

Históricamente, la traición a Husein ha servido a los chiíes para cuestionar la legitimidad de todos los gobernantes de Irak desde el califato abásida. Todos ellos, desde los otomanos hasta Sadam Husein, han sido suníes que han recelado de las consecuencias de que el país albergue los principales lugares sagrados del chiismo, Nayaf y Kerbala. Y desde la derrota de los mamelucos en Egipto, en todos los lugares donde se extendieron, desde el golfo Pérsico hasta la India y desde Líbano a Omán, los chiíes, a quienes los extremistas suníes tachan de apóstatas, han estado marginados de las tareas de gobierno.

Hasta la Revolución Islámica de Irán en 1979. La llegada al poder del gran ayatolá Ruholá Jomeini constituyó, además de un logro político inesperado, un ejemplo para los chiíes de todo el mundo. No era necesario vivir en la opresión permanente. Se podía decir no. Se podía alcanzar el Gobierno. La inspiración y la asistencia financiera de Irán ayudaron a los chiíes de Líbano durante la segunda parte de la guerra civil que vivió ese país (1975-1989). Y los chiíes de Irak, el único país árabe en el que son mayoría, se convirtieron, como los de Kuwait o Arabia Saudí, en sospechosos de colaboracionismo con el régimen iraní.

Las sospechas no han desaparecido del todo. Después de prometer la democracia, EE UU ha dado la impresión de echarse atrás por temor a que unas elecciones conviertan a Irak en un Estado satélite de Irán. "No queremos una república islámica", asegura Al Badri, "no perseguimos una sociedad religiosa, sino una sociedad civil, y en los 20 años que he vivido en Irán siempre he defendido esta idea". El ayatolá, que sigue la línea de Sistani, asegura que su programa "incluye el multipartidismo, la libertad de expresión y de religión".

El jeque Husein al Moayyid va más allá. Este clérigo de 39 años y clara vocación política denuncia sin ambages el intento iraní por controlar a los chiíes de Irak y se opone radicalmente a ello. "EE UU ha promocionado a los mismos líderes que Irán, y éstos monopolizan la escena política", se queja. El jeque Husein, que ha pasado 21 años exiliado en Irán, se declara contrario a la preeminencia de la autoridad religiosa sobre la civil (la teoría del velayat-e-faquih implantada por Jomeini). Ésa ha sido la senda tradicional de los chiíes iraquíes y la que permitió que Sistani permaneciera en Irak bajo el régimen de Sadam.

Si los chiíes iraquíes consiguen realmente sacar adelante un sistema de gobierno en el que se sientan plenamente representados sin alienar a las minorías, sería una nueva revolución, casi tan importante como la iraní, aunque por la vía democrática. Pero el chiismo iraquí, tal como señala Faleh A. Jabar en su reciente libro The shi'ite movement in Iraq, es "multifacético y complejo". "No es social ni políticamente homogéneo", apunta por su parte el diplomático Hansi Escobar, que ha estudiado en profundidad los movimientos islamistas en el mundo árabe. Por ello, coinciden ambos analistas, los términos chií y chiismo no pueden utilizarse como categorías políticas o sociológicas para definir un tipo de comunidad monolítica con una orientación política única.

Prueba de ello son las manifestaciones que organizan los seguidores de Muqtada al Sáder, un joven clérigo que contesta la ocupación estadounidense, en contra de la opinión mayoritaria del resto de los líderes políticos y religiosos. "Es un aprendiz de político, le falta experiencia", asegura Al Moayyid, que tacha sus ideas de "excesivamente radicales" y a sus seguidores de "gente poco formada". Pero ahí están, pidiendo venganza cada vez que un atentado, como los recientes de Kerbala y la Kadhumiya, toca la fibra sensible chií. Son precisamente esos militantes de los suburbios de Bagdad los más propensos a excederse en sus reacciones.

"No creo que sea el caso", insiste Al Moayyid, "los chiíes no queremos una guerra civil y podemos controlarnos siempre y cuando se logre una solución para el problema de la inseguridad". "Los atentados de Kerbala y Bagdad son apenas una gota comparado con las matanzas que tuvieron lugar en la propia Kerbala y otras ciudades durante el régimen de Sadam", apunta por su parte Al Badri en referencia al aplastamiento de la rebelión chií en 1991, después de la guerra del Golfo. También él confía en la capacidad de aguante y sufrimiento que tradicionalmente ha caracterizado a su comunidad.

Le preocupa más que se acabe con el extremismo suní que da cobertura a los responsables de esos atentados. El ayatolá cree que Al Qaeda está detrás de ellos. "El lenguaje de la carta de Al Zarkaui es el mismo que se encontraba en los libros religiosos publicados en tiempos de Sadam", explica, "podemos reconocer la red de extremistas suníes que alientan ese odio". Y para reforzar sus palabras muestra textos de la Universidad Sadam de Estudios Islámicos y de la mezquita Ibn Tammiyya. "Defienden que los chiíes deben ser combatidos y aniquilados", explica, tras leer unos párrafos que destilan el mismo odio que alienta a los wahabíes de Arabia Saudí o a los extremistas de Pakistán.

Al Badri se muestra agradecido a las fuerzas de la Coalición. "Nos han traído la libertad y aceptamos toda su ayuda, pero rechazamos que nos gobiernen", precisa. ¿Les están ayudando en este momento? "Sólo Dios lo sabe", responde, elevando las manos al cielo, "todos los ocupantes tienen que obtener algún beneficio". De momento, el ayatolá sigue sin dirigir las plegarias del viernes. "No hay paz y no hay un marco legal", justifica, en referencia a las condiciones necesarias para ejercer ese ministerio y que durante la dictadura de Sadam llevaron a los imames chiíes a autosilenciarse.

Sobre la firma

Ángeles Espinosa
Analista sobre asuntos del mundo árabe e islámico. Ex corresponsal en Dubái, Teherán, Bagdad, El Cairo y Beirut. Ha escrito 'El tiempo de las mujeres', 'El Reino del Desierto' y 'Días de Guerra'. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense (Madrid) y Máster en Relaciones Internacionales por SAIS (Washington DC).

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