La multitud ubicua
Datos proporcionados por Bilbobus, la empresa municipal de autobuses urbanos de la capital vizcaína, señalan que durante el año pasado el número de usuarios del servicio había aumentado en 3.000 personas al día. En total, durante el año, más de 24 millones de pasajeros utilizaron las 30 líneas del servicio, cifra que sólo es comprensible equiparando, como suele ser habitual en este tipo de estadísticas, el término pasajero por cada uno de los pasajes que realiza la persona a lo largo de los días, las semanas y los meses del año.
Me gustan este tipo de noticias por lo que tienen de optimista. Todos los servicios de transporte se obstinan en anunciar incrementos en el número de viajeros, en demostración de su utilidad y del espléndido futuro que tienen por delante. No hay que dudar ni de la veracidad de las cifras ni de la honradez con que se difunden, pero lo cierto es que algo falla, algo que no puede explicarse salvo que la masa humana, así como en su tiempo algunos santos, posea el don de la ubicuidad. Porque a las cifras de los autobuses se suman las del metro, las del tranvía, las del tren de cercanías. Y ciertamente todos suben. Sube la cifra de los que se suben al autobús, al metro, al tranvía o al tren. Suben subiendo el número e inflando la estadística. Cada vez más gente en los raíles, en las autovías, en las toperas suburbanas.
No importa que desde hace años vaya descendiendo la natalidad. No importa que (parece previsible) la gente se siga muriendo con la regularidad con que lo hace desde el principios de los tiempos. No importa que las estadísticas de población en Euskadi alcancen el nivel más escuálido del universo conocido. Ocurra lo que ocurra, cada vez sube más gente al metro, al tranvía o al autobús. Y ni siquiera nos queda el consuelo de que ello suponga una franca apuesta ciudadana por el transporte público. Porque también suben las ventas de coches y sube, en consecuencia, el número de vehículos que aparca largas horas en los atascos de nuestra exhausta red principal de carreteras.
Algo falla en todo esto. Las grandes cifras de la economía resultan inciertas y confusas, como si no acabaran de casar con la percepción que de la realidad ostenta el pueblo llano. Es lo mismo que ocurre con la escasez crónica de nuevas viviendas: alcaldes, consejeros, ministros y otros bienhechores juran que se construyen miles y miles de viviendas cada año pero nunca son suficientes para las masas que aún claman por obtener un hogar en propiedad.
Somos una multitud ubicua, multiforme, que se expande como una mancha de aceite, como una desordenada marabunta; un fenómeno cercano al realismo mágico habida cuenta de que cada año no sólo no somos los mismos, sino que incluso somos menos. Somos capaces de multiplicarnos por encima de las leyes de la biología, la matemática y la lógica. Cada vez más pasajeros en todos los transportes. Cada vez más conductores en todas las autovías. Cada vez más gente haciendo cola en los ambulatorios, en los ayuntamientos, en los aeropuertos. Cada vez más atascos en las autopistas, en las escaleras del metro o en el ascensor de casa. Sin ninguna clase de lógica, nos multiplicamos en las calles, a pesar de que no logramos multiplicarnos, de verdad, en las maternidades. Somos como un globo que se infla sin parar, en contra de todas las leyes de la razón.
Basta que se inaugure una autovía, una autopista o una circunvalación para que se atore a los tres días. Antes, con ingenuo optimismo, se construían carreteras con dos carriles en cada sentido y ya el día de la inauguración se echaba de menos un tercer carril. Cuando hagamos vías de tres carriles el atasco será el mismo y habrá que ponerse a diseñar vías más anchas. Pero no importa: también lograremos inutilizarlas en hora punta.
Me alegran los resultados de Bilbobus y me alegran los que consiguen tantos otros transportes públicos cuyo número de viajeros crece y crece sin parar. Lástima que ahora los coches funcionen por control remoto o quizás, quién sabe, por su propia cuenta.
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