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Noticias del imperio

Jorge Volpi

Hace varios años apareció en las páginas de la revista Vuelta un extraordinario texto de Leszek Kolakowski: haciendo uso de un malévolo sentido del humor y de sus conocimientos sobre historiografía, el escritor polaco imaginaba el hallazgo de los restos de una civilización antigua dominada por un supuesto "emperador Kennedy". Imaginando la perspectiva de un futuro remoto, Kolakowski se burlaba de los errores, los anacronismos y las categorías falsas empleadas por los historiadores, al tiempo que esbozaba una aguda crítica del poder. A sólo unos años de su muerte, cientos de historiadores, periodistas y politólogos parecen decididos a confirmar sus predicciones, pues no pasa día sin que denuncien la prepotencia del actual "Imperio Americano" y los caprichos del "emperador Bush", a quien algunos ya denominan Bush II, y otros, menos solemnes y más kafkianos, simplemente W.

A partir de la disolución de la Unión Soviética en 1991, y sobre todo de las invasiones de Afganistán e Irak, dos territorios tradicionalmente vedados a su influencia, la Vieja Europa -para utilizar el término del guardia pretoriano Donald Rumfsfeld- comenzó a descubrir las tentaciones imperiales de su viejo amigo americano. Como si acabasen de nacer, los antiguos aliados de Estados Unidos -esas naciones que insisten en llamarse "Occidente"- han comprobado de pronto que el país que los salvó de Hitler y los protegió del comunismo no es una democracia modelo, sino una potencia voluble y temerosa capaz de imponer su voluntad sin consultarlos. Desde entonces, las acusaciones contra el unilateralismo y la arrogancia de Washington se han multiplicado, sin que ello contribuya a aclarar la naturaleza del poder hegemónico que ejerce Estados Unidos en nuestros días.

A diferencia de sus cada vez más inquietos socios europeos, los latinoamericanos -y en especial los mexicanos- siempre hemos tenido una visión más cruda y acaso más realista de la esencia dual de Estados Unidos: si bien su sistema político ha fungido como un modelo de democracia, durante más de un siglo hemos padecido la vocación imperial de muchos de sus presidentes. Transformada en su "zona de influencia" exclusiva -Adolfo Aguilar Zínser la ha llamado "su patio trasero"-, América Latina ha recibido numerosos beneficios de su cercanía con Washington, pero también ha pagado muy caros los costos de su complejísima relación con el vecino del norte. Por ello, si en verdad queremos saber si la idea imperial sirve para comprender la esencia de Estados Unidos en el inicio del siglo XXI, es necesario recuperar la idea de Kolakowski e inventar un punto de vista que permita advertir las conductas efectivamente imperiales de Bush II sin caer en los prejuicios comunes.

Para muchos, el actual poder estadounidense carece de precursores: nunca un solo Estado controló de modo tan eficaz, y casi sin contrapesos, el desarrollo político y económico del mundo. No obstante, creo que la analogía con Roma puede ser útil para juzgar a los Estados Unidos posteriores al 11 de septiembre de 2001. ¿A qué época de la historia romana correspondería Estados Unidos en la actualidad? Si bien sus detractores sostienen que nos acercamos al final de su era de gloria, y no cesan de ofrecer ejemplos extraídos de la Historia de la decadencia del Imperio Romano de Gibbon, a mi modo de ver, esta apreciación resulta equivocada: quienes insisten en señalar el declive estadounidense más bien se muestran incapaces de soportar la idea de que el Imperio Americano aún gobernará al mundo por mucho tiempo. Por el contrario, creo que Estados Unidos vive un periodo que se parece más bien al final de la República romana. Sin ir muy lejos, el aplastante triunfo estadounidense sobre la Unión Soviética al término de la guerra fría recuerda la destrucción de Cartago por las tropas de Escipión. Una vez consumada la victoria sobre su único rival de envergadura, Roma se precipitó en un periodo de crecimiento que acentuó sus contradicciones a la hora de administrar un poder y unas riquezas tan vastos.

Lo mismo ocurre ahora con Estados Unidos. Al igual que los romanos de la República, sus ciudadanos siempre se han vanagloriado de su tradición democrática, sus instituciones políticas poseen una solidez admirable y su defensa de la libertad individual sigue siendo la piedra de toque de su vida pública. Sin embargo, a la hora de gobernar al resto del mundo, Estados Unidos nunca ha aplicado estos mismos principios: tanto en materia económica (su proteccionismo interno contrasta con el neoliberalismo que le impone a los demás) como política (su sistema democrático nunca le ha impedido sostener regímenes dictatoriales en otras partes), el Imperio Americano siempre ha medido con dos varas distintas. Es aquí donde yace su mayor peligro, pues, en contra de lo que piensan los europeos, Estados Unidos no se convirtió en un monstruo de la noche a la mañana: siempre tuvo una personalidad doble, como el Dr. Jeckyll y Mr. Hyde. Siempre que se ha sentido amenazado, sus dirigentes han sido presa de una voluntad expansionista, han olvidado sus principios constitucionales y, en aras de beneficiar a su población, no han dudado en aplastar a sus rivales.

En este sentido, las guerras de Afganistán e Irak no se distinguen demasiado de otras aventuras estadounidenses, como las emprendidas en México, Guatemala, Vietnam, Chile, Nicaragua, Panamá o Granada. Desde luego, las campañas recientes han contribuido a reforzar su hegemonía, pero en el fondo Estados Unidos sólo aplica sus políticas de costumbre (sólo que ahora su área de influencia se extiende a todo el planeta). Francia lo ha comprendido muy bien: ¿qué significa ser "aliado" del Imperio cuando ya no hay un enemigo al cual combatir? A diferencia de lo que ocurría con la URSS, el terrorismo no es una potencia extranjera, sino una red de grupos autónomos con agendas particulares. Para luchar contra ellos, Estados Unidos no necesita aliados como los de la guerra fría, sino vasallos que se dobleguen ante sus órdenes: en caso contrario, las represalias -militares, como con Irak, o económicas, como con Francia- no se hacen de esperar.

Pese a ser la única potencia global -o acaso por ello-, Estados Unidos se siente realmente vulnerable y no está dispuesto a tolerar ninguna insubordinación. En momentos de peligro, las leyes de la Roma republicana permitían el nombramiento de un dictador -un dirigente temporal cuyos dictados equivalían a una ley- a fin de afrontar de modo eficaz las amenazas externas. Tal como me recordaba hace poco el jurista Diego Valadés, la Constitución estadounidense no contempla una figura parecida, pero de facto Bush II ha tomado sus atribuciones con el pretexto de su lucha contra el terrorismo. Por el momento, no ha logrado subvertir del todo el sistema legal estadounidense (aunque sí ha logrado perpetrar aberraciones jurídicas como la de los presos de Guantánamo), pero resulta claro que las medidas que ha tomado tienen como objetivo último incrementar su poder personal. No está de más tener presente que ése fue el camino emprendido por César y Augusto a la hora de transformar la República en un Imperio.

Aun así, si dispusiésemos de la mirada de un historiador del futuro, creo que no podríamos confirmar la existencia de un Imperio Americano en los albores del siglo XXI; por desgracia, nada indica tampoco que la Tierra se aproxime a una democracia global. A escala planetaria, nos hallamos más cerca de una oligarquía. Me explico: en nuestra época, el destino de muchas naciones no es decidido por sus ciudadanos, sino por esos miembros privilegiados de la sociedad global que son los ciudadanos estadounidenses. Aunque nos neguemos a aceptarlo, ellos son los únicos que pueden votar a su presidente -es decir, a nuestro emperador- y, por tanto, los únicos que inciden realmente en el destino de la Tierra. Para colmo, en épocas como ésta, de hecho toda la agenda mundial parece supeditada a las elecciones estadounidenses. Y si a ello se añade que, para convertirse en candidato con posibilidades reales de vencer es necesario acumular enormes cantidades de dinero que sólo los grandes consorcios son capaces de proporcionar, la idea de que el mundo es gobernado por una oligarquía -o más bien una plutocracia- no hace sino reforzarse. En contra de los avances democráticos registrados en las últimas décadas, lo cierto es que seguimos siendo gobernados por unos pocos.

A semejanza de lo que ocurría en la Roma del siglo I a. C., en el mundo del siglo XXI d. C. los seres humanos también se hallan divididos en sólo dos categorías: quienes disfrutan de la ciudadanía estadounidense y quienes carecen de ella. Conforme aumentaba su territorio, Roma siempre se preocupó por conceder a los habitantes de las nuevas provincias, como una especie de privilegio o de premio por su lealtad, la ciudadanía romana. Primero fueron los latinos; luego, los italianos, y poco a poco, todos los hombres libres del Imperio quienes disfrutaron de esta condición. En realidad, Roma no tenía otro remedio que conferir este privilegio para aumentar su fuerza económica y militar, así como la seguridad de sus fronteras. No es otro el sentido de la reciente iniciativa para regularizar a los trabajadores ilegales en territorio estadounidense -en su mayoría de origen mexicano- presentada por el magnánimo emperador Bush.

Jorge Volpi es escritor mexicano.

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