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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Francia, a la venta

Año y medio después de que se hicieran explícitas sus promesas privatizadoras, el Gobierno francés parece decidido a aprovechar la buena coyuntura bursátil para vender buena parte de los activos empresariales de propiedad pública, incluidos algunos edificios pertenecientes al patrimonio estatal. A las razones idiosincráticas del partido en el Gobierno se añaden ahora las derivadas de la necesidad de reconducir el déficit público (un 4% del PIB, al término de 2003) a las exigencias del Pacto de Estabilidad vigente en la eurozona.

Aunque son más de un centenar las empresas francesas con participación pública parcial o total, son pocas las que puedan merecer la atención de los inversores privados, ya sea por la ubicación sectorial de algunas o por el elevado endeudamiento que aqueja a otras. Habrá ocasión de comprobar el verdadero alcance que el Gobierno francés pretenda dar a ese proceso privatizador a través de las condiciones de entrada del capital privado en las consideradas joyas de la corona: la eléctrica EDF o la gasística EGF, entre otras. La venta parcial de esas empresas acarreará una merma de ingresos considerables a las arcas del Estado a cambio de otros más inmediatos derivados de la enajenación. Lo más emblemático es la pérdida de control en un sector como el energético, considerado hasta ahora esencial por las autoridades francesas.

La esperada recuperación de la economía francesa tiene poco que ver con este proceso de privatización. Al igual que ocurre en Alemania, las políticas macroeconómicas tampoco favorecen el despegue, y mucho menos el contraste competitivo con EE UU, pues al necesario ajuste presupuestario se añade una muy significativa apreciación en el tipo de cambio del euro, que endurece las condiciones monetarias en una economía de considerable endeudamiento empresarial. Francia, al igual que la mayoría de países de la eurozona, deberá intensificar las consabidas reformas estructurales en la dirección marcada por la Agenda de Lisboa. A las instituciones europeas, el BCE de forma particular, les corresponde facilitar la digestión de esos traumas, con condiciones monetarias similares a las de las otras grandes economías del mundo.

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