La odisea de Sabriye
Una invidente de 33 años crea la primera escuela para ciegos en el Tíbet tras idear una adaptación del braille
Se siente una aventurera. No quiere que le pongan límites. Es ciega. Por ese orden. Sabriye Tenberken, nacida en los alrededores de Bonn hace 33 años, ha logrado llevar a cabo en la última década lo que en sus inicios sólo fue un puñado de locos sueños. El primero, viajar sola a China y a Tibet desde Alemania en 1998. Años antes, cuando estudiaba en la Universidad de Bonn, inventó un sistema para leer tibetano en braille. En principio, para acceder ella misma a una lengua que le entusiasmaba. Después, el hallazgo y su sed de aventuras confluyeron en un propósito: llevar su método a los niños ciegos de Tibet. Parecía una loca aventura, pero ella ha sido lo bastante tenaz como para plasmarla.
Algunas familias de la región identificaban ser ciego con estar poseído por el demonio
Sabriye Tenberken, o Kelsang Meto (Flor de la felicidad), como la llaman en Tibet, no nació ciega. Aunque tenía dificultades para ver y llevaba gafas, hasta los 12 años fue educada como vidente. Sus padres sabían que perdería la visión en la pubertad, pero guardaron el secreto para que llevara una vida no sólo normal, sino llena de experiencias. "Viajábamos mucho, en una ocasión a España", afirmó en una reciente visita a Madrid para hablar del libro en el que narra sus peripecias, Mi camino me lleva al Tibet (Maeva). "Recuerdo que mis padres me regalaron también unos lápices de colores y conservo muy bien las sensaciones que entonces me produjeron. Mi sentido del color no ha empalidecido", asegura.
Dejó de ver de forma paulatina a partir de los 12 años, y tuvo que ingresar en un internado para ciegos. El cambio más duro fue perder a sus anteriores compañeros de colegio. "Algunos fueron crueles, hacían chistes al verme con el bastón y me orientaban en el sentido opuesto. O me incitaban a que hablara mal de compañeros que tenía cerca de mí haciéndome creer que no estaban. No lo entendía: sólo era ciega, y no veía qué había de malo en mí para causar ese rechazo". En el nuevo colegio aprendió a esquiar, bajar en barco por río y montar a caballo."Nos enseñaban la técnica, pero nos decían que para hacerlo teníamos que sentirnos capaces y no imponernos límites".
Ni se pone límites ni deja que otros lo hagan. Siempre quiso viajar y le tentaba África. Pero descartó este continente "por no saber francés". En la ceguera no pensaba. Por supuesto, ser ciega lo determina todo. Pero "no me condiciona para hacer la vida que quiero hacer", puntualiza.
Estudiaba aún el bachillerato cuando la llevaron con otras compañeras ciegas o con graves discapacidades visuales a una exposición sobre Tibet. Para facilitarles la percepción de la muestra, les abrieron las vitrinas y les dejaron palpar los objetos. "Fue una conexión muy física", dice. Fascinada por esta cultura decidió estudiar tibetología y lenguas del Asia Central. Al principio se ayudaba de una optacón, un aparato con cámara incorporada que, mediante diminutas agujas, convertía la letra impresa en impulsos proyectados al dedo índice de la mano izquierda. Pero el aparato hacía un ruido endiablado, y en la Universidad dejó de usarlo para no molestar. Avivó el ingenio y readaptó el braille al alfabeto tibetano. Un académico del Instituto de Tibetología dijo que podría ser útil para los ciegos de Tibet. Ya no necesitaba inventarse un futuro: lo tenía delante.
Fue a los 26 años cuando viajó sola a Pekín para explicar su método a las autoridades chinas y llevarlo a la región autónoma de Tibet. "Tengo una vena loca y algo terca", confiesa. Ya había viajado a China con su madre años antes, pero pensaba que era más interesante ir sola. "Se te acerca más gente. Quien viaja en pareja no conoce los lugares del mismo modo que solo", apunta. Después de aclimatarse unos días a la vida china, pasó a Chengdu, camino de Lasha, en Tibet. Allí recorrió a caballo, junto a unos colaboradores nativos, aldeas apartadas en busca de futuros alumnos.
Muchos de ellos estaban ocultos en sus casas. Algunas familias identificaban ser ciego con estar poseído por el demonio.Aunque China cuenta con escuelas para invidentes, en Tibet la enseñanza para ciegos era aún un campo yermo. Así que todo encajaba. Al principio las autoridades chinas y tibetanas mostraron reticencias hacia sus sus planes por ser ella ciega. Pero finalmente le dieron los impresos que debía rellenar para instalar su escuela. Volvió a Alemania para recabar fondos y, por razones legales, se unió a una asociación.
La escuela se abrió en 1999. En seis años han pasado 42 niños por ella y 12 ya han vuelto a sus pueblos. Además de aprender a leer y a desenvolverse, les enseñan un oficio. En el libro atribuye a la deslealtad de la asociación alemana y a sus conflictos con sus primeros socios locales diversos reveses económicos. Su recompensa ha sido ver a los niños cambiar en pocos días. Uno de sus apoyos en este camino ha sido el del holandés Paul Kronenberg, su actual compañero sentimental. Su intención es dejar la escuela de Tibet en manos de profesores nativos y abrir otras en India y Mongolia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.