Democracia imperfecta
En vísperas de las elecciones de 1996, en un ambiente muy cargado por las acusaciones de corrupción y guerra sucia, la cuestión de la llamada calidad de la democracia, de la recuperación de valores como la transparencia de la acción gubernamental, el papel del Parlamento en el control del Ejecutivo, el respeto estricto de los procedimientos del Estado de derecho o la neutralidad de los medios públicos de comunicación, ocuparon un lugar central en los debates. Frente a un PSOE desmoralizado, el PP de Aznar multiplicó sus promesas de "regeneración democrática". Luego, una vez en el poder, muchos de sus compromisos se aplazaron en la primera legislatura y se convirtieron en la segunda, la de la mayoría absoluta, en papel mojado, cuando no en objeto de descalificación.
La crispación, la dramatización y la pérdida del espíritu de diálogo, negociación y consenso
que ha vuelto a dominar la vida política española -y que preocupa a la gente por vía de hartazgo- tiene que ver con la desidia de los gobernantes por mejorar esta calidad de la democracia. La reforma del Senado, por ejemplo, cuya necesidad había teorizado Aznar en un libro doctrinal, fue relegada a la lista de asuntos no urgentes, más tarde a la de innecesarios, para desembocar en la de desestabilizadores. También ha sido patente el escaso interés del PP por canalizar las tensiones hacia el marco parlamentario. Desde 1997 no se ha celebrado ningún debate en el Senado sobre el estado de las autonomías, pese a que su reglamento establece hacerlo cada año. En cambio, la Cámara alta ha sido instrumentalizada para fines ajenos, como el de forzar los procedimientos en la aprobación de reformas legales de gran calado, como la modificación del Código Penal en relación a la convocatoria de referéndum.
Entre las medidas que el PP proponía para "fortalecer el Estado de derecho y las instituciones democráticas" figuraba el desbloqueo de las listas electorales y la reforma del Reglamento del Congreso para impulsar el debate y reforzar el control del Ejecutivo. También, el incremento de la autonomía del ministerio fiscal, la desgubernamentalización de la televisión pública estatal y la elaboración de una ley que permitiera la privatización de las autonómicas. En lugar de eso lo que ha habido es la imposición de los intereses del partido gobernante, el desprecio a la oposición, el bloqueo de la investigación parlamentaria en temas tan obvios como las catástrofes del Prestige y el Yak-42, la entronización de la mentira en asuntos tan graves como la justificación de la participación en la guerra de Irak, la negativa a aceptar debates electorales en televisión y un sectarismo progubernamental en los medios públicos audiovisuales que ha provocado una condena de la Audiencia Nacional.
También ha sido grave la manipulación de la opinión pública para estigmatizar como antidemocráticas a ciertas opciones minoritarias. La acertada decisión de sacar de la legalidad a las tramas civiles del terrorismo debería ser pareja al respeto hacia las formaciones independentistas pacíficas. Se ha hecho lo contrario: equiparar a todas las formaciones disidentes con fuerzas antidemocráticas, lo que ha provocado su radicalización y entorpece su integración. El único criterio para excluirlas debería ser su actitud ante la violencia. La capacidad integradora del sistema también tiene que ver con la calidad de la democracia.
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