Los ataques a la ONU yerran el blanco
El año 2004 no ha empezado bien para Naciones Unidas, por lo menos en la prensa estadounidense. Comenzó con un artículo titulado Naciones Unidas, lesionada [The New York Times, 2 de enero de 2004]
, que provocó una oleada de cartas al director, algunas de ellas afirmando que las lesiones de la ONU eran autoinfligidas y que el organismo mundial necesitaba "echar callo". Después, mi periódico local, The New Haven Register, publicó una diatriba contra la ONU de un tal Peter A. Brown [un columnista conservador del Orlando Sentinel], que estaba indignado porque el organismo había "llorado y pataleado" durante una docena de años para que se emprendieran acciones contra Sadam Husein. Al día siguiente (6 de enero), el antiguo embajador Max Kampelman afirmó que los millones de personas que fueron asesinadas, mutiladas, torturadas, violadas o que murieron de hambre en la década de 1990 "reflejan claramente la incompetencia y el fracaso de la ONU"
Dag Hammarsjold solía comentar que las potencias necesitaban a la ONU para que hubiera alguien a quien echar la culpa cuando las cosas iban mal en el mundo
Aquellos que acusan a la ONU de "llorar y patalear" y reprochan al organismo el que busque su beneficio no han comprendido en absoluto el punto principal
[The Wall Street Journal, Opinión, 6 de enero de 2004]. Dos días más tarde, el editorial del Journal elogiaba la forma en que EE UU estaba formando coaliciones de voluntarios contra los Estados rebeldes, porque "las viejas instituciones globales no dan la talla".
El lenguaje de todos estos artículos (y muchos otros) revela un profundo prejuicio, pero es algo que cabía esperarse de nuestro gloriosamente confuso sistema democrático. Lo que es más inquietante es que también revelan una ignorancia absoluta sobre el sistema de la ONU. Una combinación de las dos es una combinación peligrosa, que exige oposición y réplica. No se puede negar que el organismo mundial tiene problemas; ni que, en muchos aspectos, no se han cumplido las expectativas de la Carta de 1945. Pero los argumentos presentados por este grupo de detractores demuestran que cabalgan en la dirección equivocada y disparan a quien no debieran. El mayor malentendido es considerar a la ONU como una cosa en sí misma, como un organismo o variable independiente, como algo que puede actuar (o dejar de hacerlo) por propia voluntad y ejecutar sus actividades con sus propios recursos materiales. Si tuviera estos poderes, ciertamente sería culpable de los graves fracasos del pasado y de los inminentes desastres del presente.
Pero nada más lejos de la verdad que esta suposición. En vez de pensar en Naciones Unidas como un actor independiente que sigue su propio camino, tendría más sentido contemplarla como una especie de "sociedad de cartera"; es decir, como una empresa en la que hay muchos miembros que poseen una participación, pero donde algunos de ellos tienen una participación mayor que la media y desempeñan un papel proporcionalmente más influyente que el resto de los accionistas. No hace falta ser una lumbrera para hacerse una idea de quiénes son estos miembros privilegiados y poderosos: los cinco miembros de la Comisión Permanente de los Cinco (P5) del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que tienen derecho a veto -Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Rusia y la República Popular China- y cuyo rango especial está incluido en la carta original. En asuntos de guerra y de paz, el Consejo de Seguridad es el que ostenta la mayor autoridad, según la legislación internacional. Pero lo que el Consejo decida hacer -o no hacer- depende de lo que acuerde el P5. Si uno siquiera de los países es hostil a una acción internacional propuesta, la organización mundial (la sociedad de cartera) no puede seguir adelante bajo los auspicios de la ONU. Está claro que uno de los componentes del P5 puede decidir actuar a solas, pero al hacerlo así se sale del sistema de 1945, puede que para su propio beneficio a corto plazo, y también, generalmente, para su menoscabo a largo plazo.
Los esfuerzos de Bush
Basta con fijarnos en la "media vuelta" actual de la Administración de Bush y sus esfuerzos para volver a involucrar a la ONU en los asuntos de Irak, un año después de haber decidido actuar al margen de la organización. Este cambio en la política de la Casa Blanca debe ser acogido con agrado, aunque es también perfectamente comprensible que el secretario general, Kofi Annan, se muestre precavido ante un pacto por el que el organismo mundial tendría que recoger los pedazos de la desbaratada sociedad iraquí mientras Estados Unidos seguiría ostentando el control político definitivo en ese territorio. Aun así, suceda lo que suceda en la Administración de Irak en las semanas venideras, tiene menos importancia que el hecho de que el Gobierno de EE UU esté hablando con la oficina del secretario general y buscando también el respaldo de Francia, Rusia y China, e intente apaciguar sus antiguos recelos. Si los otros miembros del P5 dan su apoyo, o por lo menos no vetan nuevas propuestas, se facilitaría mucho el camino a recorrer en Irak. Incluso la primera potencia mundial, al parecer, necesita la legitimación que manifiestan las otras naciones a través del Consejo de Seguridad.
Por tanto, aquellos que acusan a Naciones Unidas de "llorar y patalear" y reprochan al organismo mundial el que busque su beneficio, no han comprendido en absoluto el punto principal. Dado que Naciones Unidas es sierva de muchos amos, sólo puede hacer aquello que sus amos (especialmente el P5) acuerden. Si hubiera desacuerdo entre las grandes potencias con respecto a las misiones de mantenimiento y aplicación de la paz, como atestiguan los enfrentamientos del pasado año en el Consejo de Seguridad, es cosa de bobos culpar al secretariado de la ONU por ello. La verdadera culpa, al menos en el caso de Irak, se halla a la puerta de ciertos Gobiernos de Washington, París y Moscú. Evidentemente, se puede extraer una sombría conclusión de este estado de cosas, pero también otra más positiva. El lado sombrío sería que, dado que el organismo mundial sólo puede avanzar cuando el P5 está unido, y dado que esto sólo sucederá muy rara vez y con temas sin importancia, habrá, por tanto, parálisis continuada. El planteamiento más positivo sería llegar a la conclusión de que si los Gobiernos del P5 echasen por la borda sus diferencias y trabajasen unidos como hicieron en los primeros años de la década de 1990, el organismo mundial se reagruparía y ganaría una legitimidad y autoridad en todo el mundo mucho mayor de la que ahora posee. Quién sabe, si se viera que Naciones Unidas era efectiva, quizá fuera posible en el futuro incluir en el Consejo de Seguridad a ciertos Estados clave en vías de desarrollo (India, Brasil, Suráfrica) como miembros permanentes con derecho a veto. Es cierto que esto exigiría un cambio de parecer colosal en muchas capitales y que no es probable que suceda pronto, pero en teoría no es imposible. Pero el punto principal sobre el que hay que hacer hincapié es que el organismo mundial es tan fuerte o tan débil como le permitan ser sus miembros. De la misma manera, ante cualquier negativa a emprender acción contra los conflictos que se puedan producir -cualquier nuevo Ruanda o Kosovo que pudiera surgir-, no se deberá atribuir la culpa al secretariado de la sociedad de cartera ONU, sino a aquellos accionistas mayoritarios que se nieguen a apoyar las acciones necesarias para reducir las proporciones del desastre humano.
Las críticas en EE UU
Y una última reflexión. Las críticas arrojadas por los que atacan a la ONU en este país son una ironía por dos razones. La primera es que, dado que EE UU es el mayor accionista con diferencia, le corresponde la mayor responsabilidad de hacer que el sistema funcione, en vez de bloquearlo y recortarlo. La segunda es que esta capacidad de cualquiera de los miembros del P5 de paralizar las misiones de paz y otras acciones por medio de su veto fue incorporada deliberadamente al sistema de la ONU en 1944-45 por los planificadores estadounidenses, y este privilegio le ha sido generalmente útil a Estados Unidos. Sin la aceptación del veto por todos los signatarios en San Francisco, tal como insistió el Gobierno de Estados Unidos en aquel momento, no hubiera existido la ONU. En las últimas semanas se ha vuelto evidente que la Casa Blanca está empezando a valorar este "contrato" de 1945 y los beneficios que Estados Unidos obtiene de la existencia de una organización mundial, por farragosos y prolongados que sean a menudo sus procedimientos. Y Dios sabe que, a pesar de todas las reformas realizadas en el organismo mundial durante la pasada década, sigue siendo un sistema imperfecto. Pero si bien el Gobierno estadounidense ha reconocido verdaderamente que puede que sea mejor trabajar dentro de este sistema para conseguir sus objetivos, este cambio de trayectoria, desgraciadamente, no ha sido percibido por los escritores y políticos conservadores, que siguen disparando a la diana equivocada y confundiendo a sus lectores. ¿Cambiará esto alguna vez? Quizá no. Quizá los que se meten con la ONU se nieguen a reconocer estos hechos. El gran secretario general Dag Hammarsjold solía comentar que las potencias necesitaban a la ONU para que hubiese alguien a quien echar la culpa cuando las cosas iban mal en el mundo. Puede que esto sea verdad, pero sería un triste destino para una organización que tiene tan gran potencial el socorrer a la humanidad sólo cuando sus actores principales aprendan a trabajar unidos. Estoy seguro de que merecemos algo mejor.
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