Crónica familiar, corrupción política
BUENAS INTENCIONES y nobles sentimientos han guiado la mano de Marcos Rebollo (Santander, 1976) al escribir Los hilos del mundo, una novela cuyo atractivo mayor es haber evitado la caída directa en la sensiblería que bordea en todo momento, y que a duras penas, no siempre, logra refrenar. Claro que el narrador es un adolescente, con la mirada cándida de quien aún no conoce la decepción, pero su inexperiencia no le exime de su compromiso como relator. Quien toma la palabra, es responsable de lo que dice. Rebollo construye con este chico, Manu, a un narrador vaporosamente sentimental y difuso que con frecuencia mutila la emoción que quiere suscitar. Así describe a su padre, a quien llama Papavinilo: "Tenía tatuada en el iris toda Hispanoamérica y en sus hombros naufragaba entero el Río de la Plata. Se podía leer el continente entero en la palma de sus manos. De la Patagonia al desierto de México", para decir que su padre siente nostalgia de Perú, donde nunca ha puesto el pie. No es fácil aceptar tanto ditirambo. Pero aun aceptándolo como un capricho de estilo, Manu no consigue lo que pretende: una rehabilitación de su padre, hombre humillado -su mujer se marcha de casa-, incapaz de mantener un trabajo fijo, pero un modelo moral por la lealtad a sus convicciones políticas de izquierdas. En tanto que crónica de familia, Los hilos del mundo expone un material narrativo muy tópico. Y en tanto que novela es un esqueleto; le falta espesor, carne, sangre, amargura, y le sobra el lirismo de relumbrón.
Periodista de investigación, el argentino Rubén Correa (Buenos Aires, 1956), debuta en la ficción con El muerto indiscreto, novela de tan prolija documentación sobre transacciones, comisiones, trust y turbios negocios de alta política, que la economía se adueña de sus páginas, sin apenas dejar sitio a los personajes. El comienzo, con el encuentro casual, en unos lavabos públicos, de un periodista y un político, muerto dos años atrás, se parece lejanamente a Chandler o a Ross Macdonald, pero esa semejanza enseguida se pierde, y la novela transita al albur de un género granítico, entre el informe de complejísimas operaciones financieras y el thriller de denuncia de la corrupción política argentina. Se ve que Rubén Correa se mueve espléndidamente en los recovecos del periodismo económico; ha trasladado a su protagonista y narrador su pericia en este campo. No obstante, todo viene ya fijado por la consignación de que el poder político, por definición, es inmoral, un medio de enriquecimiento personal; de modo que, admitido el pleonasmo, la novela se afianza en su condición pleonástica, y toscamente neutraliza, con la suma de sus evidencias, la corrupción que pretende denunciar. Por otro lado, la ausencia de tensión narrativa -pasmosa en un argumento sinuoso de muerto "resucitado"-, junto al lenguaje utilitario y los diálogos taquigráficos, no contribuye a hacerla más eficaz, y sólo cuando el narrador habla de sí mismo, la novela eleva su vuelo rasante y calca un perfil humano en una trama de rostros monolíticos. Pues, forzado por la meticulosa contabilidad de las cuentas corrientes en paraísos fiscales, el autor se olvidó de crear personajes.
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