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Columna
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Coches emocionados

Un coche, cualquier coche, consume diez años de nuestra vida. Este cálculo que exponía Ivan Illich en su libro Energía y equidad valía para demostrar el altísimo coste de nuestro progreso, escasamente inspirado en consideraciones humanas. El coche, en consumo de horas, en gasto de energías, en productor de heridos y muertos, ha ganado un lugar central.

No se trata, efectivamente, de un producto cualquiera. El auto se comporta como un ser que nos reclama, nos sostiene, nos desplaza y, al cabo, se une a las existencias con las dimensiones suficientes como para que sea difícil considerarlo tan sólo un instrumento sometido a control. Un mal comportamiento del coche nos desazona como una traición y, por el contrario, sus prestaciones heroicas contribuyen a nuestro orgullo. Un coche, ya lo sabíamos, es mucho más que una máquina. Ahora, por añadidura, en los laboratorios de Detroit se estudia la naturaleza del coche como una fuente interactiva de emociones, afectos, sentido del deber.

Continuar aumentando el número de caballos, las líneas aerodinámicas o, incluso, las medidas de seguridad, ha pasado a aceptarse como una línea obsoleta. El coche que nos lleva de un sitio a otro con diligencia y protección debe considerarse una obviedad al alcance de cualquier marca. La distinción entre un fabricante u otro se centra hoy en su ingenio y capacidad para ofrecer, desde la carrocería a la carlinga, experiencias sentimentales, porque, puesto que el coche no es simplemente una máquina, ¿qué impide que se tienda a convertirlo en algo vivo?

El coche que advierte la llave del conductor en la cerradura y prepara un buen recibimiento al amo -sea en la entonación de las luces, en la emanación de aroma, en la presteza de los mandos, en una afable actitud- está siendo el objetivo de Ford, Volkswagen, Mercedes, Chrysler o Cadillac. Pronto todas seguirán esta senda que, de otra parte, inauguró Toyota con sus aportaciones al Lexus o Nissan con el delicado, elegante e insonorizado Infiniti.

Más que el exterior del vehículo, esa estampa que los demás contemplan, el automóvil gira su interés hacia el interior. La sociedad se halla tan dispersa en unidades individuales que no hay ya una mirada global que nos contemple, nos envidie y otorgue valor al signo. Más bien, el coche, cuando ha dejado de ser un bien de lujo, encuentra su misión no en provocar admiración ajena sino en prestar bienestar al propietario. Una satisfacción personalizada y diseñada con el cariño que ofrecería un ser especial. Los mandos, los efectos de la calefacción y la refrigeración, el sonido de las puertas, la guantera, los indicadores o las escobillas, se someten hoy al máximo análisis con el propósito de que cada uno cumpla en su momento el objetivo de mimar las sensaciones. El coche será así, en conjunto, un estado de ánimo dispuesto para aprovecharse de él. Su referencia no se hallará, por tanto, en la ingeniería sino en las artes del espíritu y especialmente en el zen.

Vivimos tanta existencia en un coche que todavía podíamos vivir más. Su recinto posee tanta oportunidad para seducirnos que, si no lo ha hecho todavía, a los fabricantes les queda un importante camino por recorrer. ¿El motor? Hace mucho tiempo que nadie mira el motor. Los automóviles funcionan de manera diferente a todo aquello que opera eléctrica o mecánicamente. Nosotros lo ponemos en marcha y el coche marcha continuando nuestra voluntad. ¿Alegre? ¿Satisfecho? ¿Feliz? Hasta ahora la relación afectuosa hemos tenido que inventarla y fomentarla. En adelante, será el coche quien tenga capacidad para manifestarse con elocuencia sensitiva y pueda culminar, con sus recursos propios, el simulacro de una conexión emocional.

Llegado a este punto, el automóvil habrá alcanzado su máximo ideal: la liberación de su naturaleza por efecto de la civilización y su integración en el mundo de los seres orgánicos; manso y leal como los animales, pero inteligente y sensual como aquellos amantes que soñamos con gozar alguna vez.

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