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Columna
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El efecto Nader

Ralph Nader, el protector de los derechos de los consumidores y propulsor máximo del movimiento reformista estadounidense, ha hecho sentir escalofríos a la cúpula del Partido Demócrata con su decisión de presentarse como independiente a las presidenciales de noviembre. Los demócratas, con algunas declaraciones rayanas en el histerismo, temen que Nader arañe los suficientes votos en el electorado progresista en detrimento de su candidato y permitan la reelección de George W. Bush, como ocurrió hace cuatro años con Al Gore. Tanto Nader como la cúpula demócrata se equivocan. Es verdad que en 2000, la candidatura del defensor de los consumidores le costó la elección a Gore, que estaría en la Casa Blanca si los votantes de Nader en Florida (97.488) o New Hampshire (22.198) le hubieran dado sus votos. Pero el error de Nader y del presidente del partido, el clintoniano Terry McAuliffe, principal vocero de los temores demócratas, consiste en creer que las circunstancias y el estado de ánimo de los votantes son los mismos que los de hace cuatro años.

Naturalmente, Nader y las políticas que propugna están más cerca de las tradicionalmente defendidas por los demócratas. Pero, según el mismo declaró al anunciar su decisión el pasado domingo, "no creo que mi candidatura vaya a conseguir muchos votos demócratas", sino que "esos votos vendrán principalmente de republicanos e independientes irritados con la Administración de Bush". Es una manera como otra cualquiera de engañarse a sí mismo. Según demostraron todas las encuestas, sus votantes de hace cuatro años eran, en su inmensa mayoría, ciudadanos que se hubieran decantado por Gore si Nader no se hubiera presentado. La verdad es que el distinguido licenciado cum laude por Princeton y doctor en Derecho por Harvard ha estado esperando la decisión final de Howard Dean, el candidato cuyo programa más coincidía con sus postulados, con la esperanza de hacerse con sus votantes potenciales una vez que el ex gobernador de Vermont anunciara su retirada de la carrera para la nominación demócrata. Pero el tiro le ha salido por la culata porque Dean ha pedido a sus simpatizantes que apoyen al candidato que designe la convención demócrata. Dean ha elogiado la figura de Nader, pero le ha recordado que su finalidad es la derrota de Bush para impedir "el Gobierno por, de y para las grandes compañías, que es contra lo que quiere luchar Nader".

La cúpula demócrata haría mejor en olvidar a Nader y concentrar sus esfuerzos en arropar al que con casi toda seguridad será su candidato en noviembre, John Kerry, que el martes agregó tres nuevos Estados a su cadena de victorias en las primarias. Bastante tiene Nader con intentar conseguir su inscripción electoral como independiente en bastantes Estados -en el año 2000 sólo lo consiguió en 43, a pesar de ser el candidato oficial de Los Verdes- y en vencer la desconfianza del votante medio norteamericano hacia los candidatos de terceros partidos, que ni siquiera dieron la victoria a personajes de talla política o económica como Theodore Roosevelt, en 1912, o Ross Perot en 1992.

Nader, toda su vida un verdadero quijote, quizás consiga radicalizar la campaña, pero, en el dudoso caso de que continuara hasta noviembre, sus posibilidades de influenciar el voto demócrata serían nulas. Esta vez, los demócratas están unidos como una piña con un solo propósito: sacar a Bush de la Casa Blanca. No pierden el tiempo en disquisiciones ideológicas, sino que se afanan en encontrar un presidenciable que impida otro cuatrienio republicano. Por eso participan en las primarias en número y entusiasmo desconocidos -sólo en Wisconsin participaron más de un millón y medio de electores-, y por eso parecen decantarse por Kerry, con un discurso aburrido y monótono, pero con la respetabilidad de 20 años en el Senado y la aureola de héroe de Vietnam, en lugar de hacerlo por John Edwards, la verdadera revelación política de las primarias demócratas, cuyo discurso ilusionante y su capacidad dialéctica no han sido suficientes, por lo menos hasta ahora, para contrarrestar su aspecto aniñado -a pesar de que tiene 50 años-, su bisoñez política y su inexperiencia en temas exteriores y de seguridad nacional.

Ralph Nader, en Washington durante la campaña de 2000.
Ralph Nader, en Washington durante la campaña de 2000.REUTERS
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