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Columna
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Nacionalismos

En el fondo de las polémicas desatadas entre el PP y el PSOE y dentro del propio PSOE a propósito, primero, de la actitud de ambos ante el PNV, y, ahora, ante la crisis política desatada por ERC no debería perderse de vista que está la percepción de que después de 25 años de Constitución la articulación del plurinacionalismo en el sistema político español está pidiendo acuerdos para su revisión.

El acercamiento del final de ETA generó expectativas para el programa máximo del PNV en materia de soberanismo propio y, paradójicamente, el correlativo repliegue del tándem PP-PSOE hacia un constitucionalismo nominalista que lleva el camino de enrocarse para no permitir siquiera la reforma de algunos Estatutos de Autonomía. Lejos de entender que para no convertirse en algo obsoleto e irritante el Estado de las Autonomías debe contar con una renovada iniciativa política por parte de los partidos de ámbito estatal, el proceso político que se abrió con el abandono hace ya algunos años del PSE del gobierno de coalición con el PNV en Euskadi, unido a la mayoría absoluta más reciente del PP han abocado a un repliegue teórico y práctico sobre los mínimos en materia autonómica que sirve de acicate para una mayor radicalización de los nacionalismos y para avivar un agrio debate donde lo más preocupante es que no hay estrategia común de los nacionalismos para coordinarse y converger en propuestas de pacto para ir hacia delante.

En las pasadas elecciones generales algo más del 10% de los votos fueron a parar a opciones políticas que defendían (como mínimo) la revisión en profundidad de los estatutos de autonomía en al menos 6 CC AA, o, incluso, cambios más profundos en la articulación de sus nacionalidades en el Estado. Dos millones y medio de votos supusieron la obtención de 34 de los 350 escaños del Congreso, a los que quizás pudiera añadirse el millón y medio, y otros 9 diputados, de IU-IC, sumando pues un no del todo riguroso 17% de votos, y un 12% de los escaños a cuya realidad me remito para desplegar un planteamiento novedoso.

Si los partidos nacionalistas creen que en solitario y con expectativas de corto plazo pueden motivar que los dos grandes partidos de ámbito estatal (uno de los dos), que en el 2000 sumaron más de dieciocho millones de votos (el 78,68%) y 308 escaños del Congreso, accedan a negociar avances sometidos a incertidumbres en lo que les es esencial (la unidad de España entendida cada vez más como opción de resistencia y no de renovada cohesión de la pluralidad) se equivocan, porque no puede haber progreso hacia una articulación más flexible de las nacionalidades sin el concurso de al menos dos garantías: el compromiso de los nacionalismos (incluido el español) de preservar la unión de los diferentes pueblos como valor innegociable y el establecimiento de un calendario de reformas a plazo lo suficientemente dilatado como para permitir la interlocución entre los actores políticos y el debate sobre nuevas fórmulas e instrumentos de trabajo para autogobiernos más eficaces (a la vez que solidarios) al amparo de la realidad constitucional europea en ciernes.

Porque una batalla frontal contra el actual Estado, por pacífica que sea, no tiene visos de prosperar ni con el concurso de un empecinamiento de la supuesta metrópoli opresora (los dos grandes partidos); y una dispersión y diversidad de objetivos alejan irremediablemente a los nacionalismos de toda opción de éxito.

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