El puente de Alcolea
Es uno de los más señoriales de toda Andalucía. Una lápida colocada en medio explica que fue empezado en el reinado de Carlos III, en 1785, y terminado siete años después en el de su hijo, Carlos IV. Debajo fluye turbio el Guadalquivir en esta tarde de mediados de febrero. La campiña cordobesa está ya verde, y canta entre los juncos un mosquitero común: viene la primavera. El visitante busca en vano a lo largo del puente -más de trescientos pasos de un lado a otro- alguna indicación acerca de los dos hechos históricos ocurridos aquí. En vano. No hay monumento. No hay panel informativo. Se comprende que nunca se quisiera dejar constancia del primero de dichos acontecimientos. O sea, del fracasado intento por parte de Pedro Echavarri, a la cabeza de unos mil españoles, de parar a los franceses en junio de 1808. Según Richard Ford, si Dupont hubiera seguido avanzando, tras la victoria del puente, en vez de dedicarse a robar iglesias, tal vez Andalucía habría caido "de un solo golpe". Es posible. El olvido del segundo hecho llama mucho más la atención, por tratarse nada menos que de la batalla, esta vez estrictamente entre compatriotas, que dio al traste con el reinado de Isabel II en septiembre de 1868 e inició uno de los periodos más esperanzadores de toda la historia española. ¿Ningún recuerdo de La Gloriosa en el lugar donde Serrano derrotó a las fuerzas leales a la reina? ¿Cómo puede ser esto? "Cosas de España", habría contestado, acaso, el mismo Ford.
Uno ha realizado estas indagaciones tras visitar la exposición sobre Isabel II que se acaba de inaugurar en las salas de la Real Academia de la Historia en Madrid. Muestra pequeña pero suculenta. Los académicos -así lo proclama un cartel a la entrada de la misma- están empeñados en reivindicar los aspectos positivos de una reina quien, según ellos, ha sido injustamente vilipendiada por "la propaganda antimonarquista" y por escritores satíricos como Valle-Inclán (Farsa y licencia de la reina castiza). Ellos sabrán. Entre los documentos y objetos expuestos destaca un brioso cuadro, ejecutado por Rodríguez Losada aquel mismo 1868, de la batalla de Alcolea.
La Constitución de 1869, consecuencia de aquella acción bélica, era la más progresista de la Europa de entonces. Internet permite consultarla en su totalidad (así como las otras siete legisladas entre 1812 y 1931), y la verdad es que uno se queda pasmado ante su talante progresista, pese al acomodo con la Iglesia. Consagra la libertad religiosa. Y establece, por ejemplo, que ningún español podrá ser privado "del derecho de emitir libremente sus ideas y opiniones, ya de palabra, ya por escrito, valiéndose de la imprenta o de otro procedimiento semejante. Del derecho de reunirse pacíficamente. Del derecho de asociarse para todos los fines de la vida humana que no sean contrarios a la moral pública". Da pena, por lo menos a quien esto escribe, pensar en lo ocurrido después: en el patético Amadeo, en la brevísima Primera República que no pudo ser, en la restauración borbónica de 1875. No es positivo que haya desmemoria en torno a todo ello, empezando con este puente de tanto abolengo.
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