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Industriales, hoteleros o criadores de cerdos: ¿de qué queremos vivir?

Antón Costas

Un ex consejero me pregunta qué tengo contra los camareros. Absolutamente nada. Me parece una forma de ganarse la vida tan digna como la de consejero o catedrático de economía. La pregunta venía a cuento de un artículo que publiqué en esta misma columna (¿Se desindustrializa Cataluña?, 19-1-2004), y en el que, partiendo del análisis de por qué se van algunas multinacionales, señalaba que uno de los retos que hay que afrontar en los próximos años, por no decir meses, es decidir de qué queremos vivir en el futuro: si de ser industriales, hoteleros o criadores de cerdos. Manifestaba también mi preferencia por la industria. La riqueza y el empleo que genera es social y económicamente más deseable que el que viene del turismo de vacaciones, de la construcción o de la ganadería de engorde, que son actividades depredadoras de suelo y altamente contaminadoras, como saben todos los que tienen que vivir en su entorno.

La ganadería catalana no tiene nada que ver con la bucólica Suiza, con las vacas paciendo por las verdes montañas de los Alpes. Aquí se trata básicamente de ganadería de engorde intensivo de animales, especialmente de cerdos, para los mercados de los países desarrollados europeos. Ya hay más de seis millones, y continúan aumentando porque en este caso no hay problemas de natalidad autóctona. Pero, como sucede también con ciertos cultivos agrícolas, es una riqueza depredadora, de baja rentabilidad y que origina residuos de elevada toxicidad: los purines.

El turismo es también una importante actividad generadora de empleo y riqueza en Cataluña, pero se trata de una industria que se apoya en el turismo de vacaciones, masificado, con bajos ingresos per cápita, depredador del litoral y que genera un empleo de baja calidad, basado en la inmigración. Nada parecido al turismo de estilo francés, apoyado en el atractivo y la explotación del patrimonio histórico y cultural, y básicamente urbano.

Hoy, existe un flujo creciente de turismo de alta calidad que va de una ciudad y de un país a otro a través de los hoteles de las grandes cadenas hoteleras de prestigio mundial (Hyat, Marriot, Carlton, Sheraton, Four Seassons, etcétera). Si en una ciudad no existe ese tipo de hotel, ese turismo no acude. Por tanto, que esas cadenas estén en Barcelona es esencial para favorecer el turismo de alta calidad y elevados ingresos. El hotel Arts, gestionado por una de estas cadenas de prestigio, tiene un nivel de ocupación e ingresos por habitación superior en un 20% a cualquier otro hotel de cinco estrellas de Barcelona. Sin embargo, el fuerte crecimiento hotelero de Barcelona no se apoya en esas cadenas, sino en la inversión procedente del turismo de vacaciones, que ha pasado a invertir en hoteles urbanos.

Además, las ventajas competitivas en que se apoyan son limitadas: la disponibilidad de suelo, un clima agradable, precios y salarios bajos, mano de obra abundante y una renta de situación derivada de la proximidad a los grandes mercados europeos consumidores de carne y de emisión de turismo de vacaciones. Y esas ventajas se agotan. No podemos confiar el futuro a esas actividades.

Estamos en un momento delicado de nuestra historia. Cataluña se ha construido como país a partir de la industria manufacturera. Los valores sociales dominantes (la disciplina del trabajo ben fet), muchos de los rasgos del carácter, la personalidad y la cultura catalana están vinculados a la vida industrial y a unas relaciones sociales y laborales construidas sobre las exigencias específicas de la industria. Si, como se ha dicho estos días en el Parlament, cultura catalana son también las espumas del cocinero Ferran Adrià, con mayor motivo lo son las pautas sociales y culturales creadas por la sociedad industrial.

Cataluña tiene que aspirar a ser California, no Florida. No podemos dejar que la deslocalización de algunas multinacionales lleve a dudar de nuestras capacidades para seguir siendo una economía basada en la industria avanzada. O aún peor, que lleve a los políticos a practicar una fuga hacia ninguna parte, basada en la idea de que el futuro está en una sociedad del conocimiento sin base en la industria y los servicios avanzados a las empresas. Esa es la conducta del presidente del Gobierno, José María Aznar, al suprimir, en el año 2000, el Ministerio de Industria, una decisión que aún me cuesta entender.

Pero vivir de la industria requiere afrontar algunos retos urgentes. Uno es el de dimensión de la empresa catalana. El tamaño importa. El discurso retórico-electoral del café para todos y las alabanzas indiscriminadas a la pequeña empresa tienen que ser matizados. La ampliación de la UE aumenta la dimensión de los mercados, y no se puede pensar en competir en mercados más grandes sólo con empresas pequeñas. El segundo reto es la falta de capital público. El largo gobierno de Jordi Pujol ha impedido ver las graves carencias de bienes e infraestructuras públicas, y eso lastra el futuro de la industria. Las habilidades laborales que requería la vieja industria manufacturera se adquirían en las propias fábricas o en las escuelas de maestría, pero las que requiere la industria moderna se adquieren en la escuela, las universidades y los centros de I + D. El tercer reto es la capacidad para atraer inmigración de calidad con habilidades tanto productivas como gerenciales. Una economía avanzada no puede apoyarse exclusivamente en los recursos locales. Es como si el Barça quisiese competir en la champions contando sólo con la cantera local. El cuarto reto es la necesidad de crear entre el Gobierno catalán y el central una complicidad, sin la cual no es posible abordar los retos anteriores. Pero todo esto queda para otro día.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB

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