Una mirada cruel
DESDE LA primera anécdota -Warren Beatty besando los pies a Jack Warner, que su supuesto protagonista niega- queda claro que Peter Biskind no va a dejar que la realidad o las neuronas deterioradas estropeen su narración. Moteros tranquilos, toros salvajes aspira a ser una crónica generacional, un gran lienzo donde se trenzan magistralmente andanzas personales y labores profesionales. Una historia coral que se alimenta del fatalismo y la predestinación: inmediatamente se destacan vicios y virtudes que determinarán la nómina de ganadores, perdedores y supervivientes.
Biskind exhibe sus fobias y sus filias. Hopper queda retratado como una hiena egocéntrica y ciertamente no tienen perdón jugadas como excluir a Terry Southern, que murió en la pobreza, de la pedrea a la que se hizo acreedor por su aportación al guión de Easy rider. Por el contrario, Al Ashby es exaltado como víctima expiatoria y su entierro cierra el libro, aunque uno sospeche que su mala salud y su bondad no sean suficientes méritos para santificarle.
Entre uno y otro extremo, Moteros tranquilos, toros salvajes hinca sus incisivos en una industria cainita, un Jardín de las Tentaciones donde se usan mañas florentinas. Hay que pasmarse ante el modo en que el sinuoso Warren Beatty pone la zanahoria ante su enemiga Paulina Kael, la reina de la crítica neoyorquina, seducida para probar suerte en la producción. Se estrella, claro, y todo Hollywood lo celebra. Con Dom Perignon y cocaína.
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