El riesgo de Kioto
La protección del medio ambiente es una prioridad de los Gobiernos de los países industrializados. Hacer compatible ese objetivo con la preservación del crecimiento económico y del empleo es una tarea menos fácil. A diferencia de EE UU, Rusia o China, la Unión Europea suscribió el Protocolo de Kioto, que obliga a reducir las emisiones de gases de efecto de invernadero, y fue más allá al comprometerse a rebajarlas en un 8% para 2012 en relación a las cifras de 1990. El Gobierno español fue aún más papista y aceptó reducirlas en un 15%. Ahora, tras haber incrementado esas emisiones en los últimos años cerca de un 40%, las autoridades españolas se enfrentan a la asunción de los costes derivados de su necesaria reducción y a la distribución de los mismos entre los sectores industriales emisores de esos gases. De no mediar alteración de ese compromiso, las consecuencias adversas serán importantes en diversos sectores (eléctrico, siderúrgico, papelero, refinerías, cemento, cerámica, transportes...) y, en definitiva, sobre el crecimiento y el empleo.
La alternativa que tienen los Estados y las empresas que emiten más gases de los asignados es comprar derechos de emisión a los que contaminan menos. Y es en esta distribución, primero entre países y luego entre sectores industriales y empresas concretas, donde se han agudizado los problemas para España. Primero porque nuestro Gobierno debió curarse en salud mucho más de lo que lo hizo, dado nuestro menor desarrollo económico. El hecho de que nuestra economía haya crecido más que las restantes europeas en estos últimos años, y lo haya hecho con una menor eficiencia energética, pasa ahora una factura que, paradójicamente, pueden cobrarse economías más ricas (que emiten más gases por habitante que España), pero con un menor crecimiento, como Alemania o Francia.
El Gobierno español debería informar del análisis de las consecuencias de los compromisos adquiridos, de la distribución de sus costes y, no menos importante, de las actuaciones destinadas a procurar que no se paralice la necesaria convergencia en el nivel de vida de los españoles. El emplazamiento no es precisamente a largo plazo: el 31 de marzo deberían estar decididas las cantidades a emitir por cada sector y analizadas sus consecuencias.
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