Un país a la sombra del Ejército
Las Fuerzas Armadas paquistaníes dominan los resortes de un Estado en el que los partidos religiosos no tienen tradición política
Pakistán, la sociedad de Pakistán, no es un feudo de fundamentalismo islámico, no es la nación de espanto que describe Bernard Henri-Levy ni que en muchas ocasiones se refleja en Occidente. De hecho, no fue concebida por los padres fundadores como una "república islámica", sino como una patria para los musulmanes de India. Fueron los militares, con Zia ul Haq, quienes la islamizaron. Todos los interlocutores en la elaboración de este reportaje insisten en que ésta es una sociedad religiosa, sí, pero abierta y moderada. Abundan las mezquitas y formalmente está en vigor la sharia (ley islámica). Hay fuertes restricciones en el uso del alcohol y las mujeres van mayoritariamente cubiertas en la calle. Pero hay prensa libre que no rehúye los asuntos más polémicos, una televisión abierta a canales extranjeros, incluidos occidentales, y dos partidos políticos tradicionales en los que conviven musulmanes y no musulmanes. Los líderes religiosos no cuentan como fuerza política y no han tenido respaldo popular para introducir reformas tan ansiadas por ellos como la separación por sexos en las escuelas o el cambio del día de descanso semanal del domingo al viernes. En resumen, Pakistán no tiene nada que ver con Arabia Saudí o Irán.
Los partidos religiosos han crecido con Musharraf, sin respaldo social a su programa
Pakistán no es una sociedad fanatizada y atrasada que precise de un caudillo
Esto hace todavía más inexplicable el crecimiento de los partidos religiosos, sobre los que la mayoría de las personas consultadas opina que, en unas elecciones libres, volverían a quedar relegados a ser una fuerza minoritaria. La mano del Ejército en su manipulación a favor del presidente Pervez Musharraf parece ser una razón decisiva en el crecimiento de esos partidos.
Es difícil resistirse también a ver una cierta manipulación en la crisis desatada sobre el peligro de proliferación nuclear. Desde que la Agencia Internacional de la Energía Atómica denunciase en enero que desde Pakistán podría haberse transferido información sustancial para el desarrollo de programas nucleares en Irán y Libia, el Gobierno de Musharraf no ha dejado de señalar al doctor Abdul Qadeer Khan, el padre de la bomba atómica paquistaní, y a sus más cercanos colaboradores como los principales sospechosos. En la investigación en marcha, sobre la que oficialmente no se dice quién la conduce ni qué pruebas se han encontrado, se ha entrevistado hasta ahora a 11 personas, de las que cinco han sido puestas en libertad y seis han quedado bajo restricciones de movimiento, pero no formalmente detenidas, según la versión del portavoz oficial del Gobierno. Las seis personas actualmente bajo vigilancia son, además del propio Khan, otros miembros del laboratorio KRL, presidido por el padre de la bomba: Farood Mohamed, director general del laboratorio; Bashir Udin Mahmud, director general de la Comisión Paquistaní de Energía Atómica; Badir ul Islam, ex director general de KRL, y Mohamed Saeed, ingeniero principal de KRL.
El motivo por el que esos científicos sospechosos pudieron vender los secretos de la nación, según el punto de vista oficial, es el de su enriquecimiento personal. Y para ello se están investigando cuentas del doctor Khan y de otros. Cómo pudieron actuar sin que el poderoso servicio de inteligencia militar lo descubriese es un misterio difícil de resolver. Khan, hasta ahora un orgullo de la patria, era, por razones obvias, un hombre sometido a estrecha vigilancia no sólo para conocer sus movimientos, sino para su propia seguridad. Es obvio que un hombre que había sido capaz de desarrollar un programa nuclear en Pakistán resultaba una pieza muy atractiva para otros servicios secretos del mundo, como los de Israel, India o Corea del Norte, por citar sólo algunos. El acceso a Khan, a su familia y a sus colaboradores ha estado siempre estrictamente limitado.
Un artículo de The Washington Post se preguntaba recientemente cómo es que Musharraf no estaba al tanto de que dos expertos nucleares paquistaníes habían viajado poco ante del 11-S a Afganistán para entrevistarse con el mulá Omar, el líder de los talibanes, y con Osama Bin Laden. Cuando ese viaje se conoció, el Gobierno paquistaní dijo que se trataba de una misión para ofrecer asistencia a un proyecto agrícola en el país vecino.
Hace ya un año que el Gobierno norteamericano prohibió todo tipo de relación con los laboratorios KRL y comunicó a las autoridades paquistaníes que existían sospechas fundadas de que se estaba produciendo proliferación nuclear desde aquí. La comunicación, según fuentes diplomáticas, le fue hecha al presidente Musharraf en marzo de 2003 por el secretario de Estado, Colin Powell. Pero sólo hasta que los propios dirigentes de Irán y de Libia -ambos en una fase de nuevas relaciones con Occidente- reconocieron que habían avanzado en algunos intentos de desarrollar un programa nuclear con ayuda de Pakistán, este país no comenzó a tomar medidas.
Ahora es posible que, sometido a una fuerte presión internacional, Musharraf esté sinceramente dispuesto a poner fin a ese tipo de actividades, pero lo cierto es que, con la investigación en marcha, el Gobierno paquistaní está tratando de convencer a la opinión pública internacional de que, si algo pasó, si alguna contribución hizo Pakistán a la proliferación nuclear, fue responsabilidad o negligencia de los Gobiernos civiles que le antecedieron, y que ahora el arsenal nuclear está bajo control. Musharraf responde personalmente por ello, y eso lo convierte a él en una figura imprescindible.
Así lo explica claramente el general Shaukat Sultan, portavoz oficial de las Fuerzas Armadas paquistaníes: "En el pasado, los responsables del programa nuclear actuaban sin el más mínimo control. Tras la llegada al poder de Musharraf se creó una estructura de control de las armas nucleares, a cuyo frente está el presidente y del que forman parte autoridades políticas y militares. Lo mejor que podría hacer Occidente es dejar de presionar a Musharraf, porque esa presión únicamente le hace aparecer ante la opinión pública paquistaní como un hombre que defiende los intereses extranjeros".
La preocupación, no sólo de Occidente, sino de los países vecinos de Pakistán, por el desarrollo de los acontecimientos aquí parece legítima vista la combinación de proliferación de grupos terroristas y armas nucleares en manos de un Ejército decidido a sobrevivir como fuerza dominante a cualquier precio. Hay elementos suficientes para considerar a Pakistán, como se ha dicho, el país más peligroso del mundo. Pero, al mismo tiempo, ésta no es una sociedad fanatizada y atrasada que precise de un caudillo para mantenerse en orden. La mayoría del desorden actual es únicamente producto de la combinación de los intereses de Estados Unidos en el pasado con los intereses permanentes del Ejército paquistaní. Ésta es una sociedad que ha practicado la democracia anteriormente y que tiene bases suficientes para disfrutarla en el futuro. Sus dirigentes políticos han demostrado ser corruptos, pero no más que los militares ni más que en India, y nadie pide por ello un Gobierno militar en India. "Pakistán no es un país extremista y a punto de caer en las garras del islamismo. Musharraf está chantajeando a Occidente. Él no es la solución, es parte del problema. Sólo una democracia puede, con apoyo internacional, ser garantía de que las armas nucleares estén bajo control y de que los peligros actuales se disipen", afirma M. Ziauddin, director del periódico Dawn, el más vendido y prestigioso de Pakistán.
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