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Columna
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Morir a solas

No hay palabras. No hay palabras para decir qué son exactamente, por ejemplo, la soledad, el miedo o la angustia, y por eso los poetas inventaron lo que se llama "el lenguaje otro", un idioma hecho de símbolos, metáforas y transparencias, donde unas cosas se vean al trasluz de las otras, igual que en esas láminas de plástico de las enciclopedias donde se explican la composición de un motor o las partes del cuerpo humano. La soledad no se puede definir, pero existe, y para demostrarlo, el año pasado murieron solos en Madrid noventa y seis ancianos. Esto es, uno cada cuatro días. La cifra es terrible y resulta más patética en la medida en que el drama ocurre, precisamente, en una ciudad como la nuestra, tan avanzada, tan moderna y tan dotada de recursos. La misma ciudad del ruido, las aglomeraciones y los atascos de tráfico, de los cibercafés, los grandes comercios, los viernes de fiesta y los sábados felices, esconde esas oscuras historias de gente que no tiene a nadie, que se muere sola. Un fracaso, sin duda. Pero ¿un fracaso de quién?

Naturalmente, detrás de cualquiera de esas muertes habrá una peripecia personal, habrá familias rotas o extinguidas, decisiones privadas, casualidades, yerros y toda esa serie de circunstancias que tejen las vidas de cualquiera. Pero también hay un fracaso, y tal vez una traición, de la sociedad en general, que parece haberse volcado en la conquista de los ciudadanos útiles, los que trabajan, cotizan y mueven con su tiempo, su dinero y su esfuerzo la maquinaria de la economía y el consumo, mientras que olvida o aparta a los mayores, a los que ya no son considerados útiles. La sensación que tienen todas esas personas es la de haber sido exprimidas, y luego, descartadas.

Hoy día, tener cierta edad es un inconveniente. A muchos les resulta casi imposible encontrar un trabajo digno a partir de los cincuenta años, ante la avalancha de contratos basura y la explotación que muchas empresas hacen de los jóvenes que buscan un empleo casi a cualquier precio: hace poco, un padre de familia publicaba una carta en esta misma página en la que relataba la vida laboral de sus tres hijos y hablaba de uno de ellos al que sus patronos habían hecho firmar veinticinco o treinta contratos diferentes en menos de tres meses, contratos de cinco días, de ocho, de tres...

Si te fijas en la publicidad, en los escaparates, en las campañas de promoción de lo que sea, da lo mismo que se trate de coches o ropa, nada de lo que ves parece contar con las personas mayores, que son excluidos seguramente por no ser considerados clientes potenciales. Lo único que les incumbe son las compañías de seguros, los planes de jubilación y algunos medicamentos. Por lo visto, a partir de los sesenta años, la gente no se viste, ni lee, ni conduce automóviles.

En las mutuas médicas, por cierto, no se admite a personas que superen una cierta edad: se ve que ya les consideran medio cadáveres y que, por lo tanto, la relación comercial no interesa; sólo interesa que empieces a pagar cuotas cuando aún estás sano y le vas a resultar casi gratis a las aseguradoras. Es escandaloso, pero es legal, por desgracia.

Si se suman todos esos hechos, y algunos otros, como la evidencia de que en la ciudad hay, por ejemplo, burgocentros, grandes almacenes y grandes superficies comerciales de kilómetros cuadrados sin un solo asiento donde un anciano pueda sentarse a descansar, te das cuenta de que la gente no se queda sola: la dejan sola, la aparcan en un agujero donde muera sin dar demasiado la lata. Ponerles teleasistencia domiciliaria está muy bien y soluciona algunos problemas. Plantear ayudarles con acompañantes municipales o llevándoles la comida a casa, también; y lo mismo puede decirse de la apertura de centros de acogida diurnos y de la construcción de residencias, que son muy escasas. Pero quizá habría que hacer algo más importante y más difícil, que es educar a la sociedad y exigirle que no excluya a las personas mayores. No permitir que sean escondidos, menospreciados, marginados y vetados. Por ahí se empieza. Qué terribles, mientras tanto, esas noventa y seis historias de soledad definitiva. Morir solos: ¿hay algo peor?

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