La renuncia de Castro
Tal fue la multitud que recibió a Fidel Castro cuando entró en La Habana el 8 de enero de 1959 -esto es, hace 45 años-, que dirigiéndose a aquel mar de gente comentó que sólo dos veces en su vida lo rodearía una muchedumbre semejante: este día y, quizá, el de su muerte. Mas al seguir estacionado en el poder treinta años después -esto, en 1989, año de la caída del muro de Berlín, como se recuerda-, intelectuales de todo el mundo entre los que se contaban Camilo José Cela, Mario Vargas Llosa, Ernesto Sábato, el actor norteamericano Jack Nicholson, hasta llegar a la suma de cien firmas, le dirigieron una "Carta abierta a Fidel Castro" en la que le pedían que "derrumbe su muro". Y derribar el muro castrista era en la petición de los demandantes que en Cuba se celebrase "un plebiscito sobre su permanencia en el poder". Castro respondió que "el pueblo cubano ya hizo su plebiscito treinta años atrás y la Revolución cumplirá no treinta, sino cien años más". (Curiosamente el dirigente comunista alemán Erich Honecker había dicho lo mismo sobre el muro de Berlín poco antes de su caída: la del muro y la de él).
Lo verdaderamente increíble de entonces (cuando se le solicitó el plebiscito) y de ahora (cuando el Proyecto Varela de la oposición interna cubana es una demanda equivalente de resignación del poder), hasta deslumbrante, es que Castro haya conseguido mantenerse al frente de Cuba va para medio siglo. No se trata del típico caso del dinosaurio político (que lo es) hispanoamericano emergido de los cuarteles o del putsch, asentado en un Estado policiaco (que lo es también), sino de un entramado mucho más complejo.
Fidel Castro es un fenómeno de masas, de seducción de todo un pueblo, de hechizo colectivo. Tuvo el respaldo popular más desbordado y delirante que haya tenido mandatario alguno en América Latina (tal vez si excluimos a Evita Perón). Se puede decir que fanatizó a toda una nación. ¿Por qué? Aparte del halo de mito del guerrero que con sólo una docena de hombres derrota a todo un ejército, porque siembra en el corazón del cubano la noción de un nuevo país. Para ello envilece la historia, exagera los males que lastraban la Cuba republicana y se inocula la idea de un pasado en el que todo estaba podrido.
En parte ello era cierto, pero se desmesuró el mal. Pues si, en efecto, la corrupción administrativa era una de las lacras endémicas de Cuba, un líder reformista como Eduardo Chibás la había combatido apasionadamente arrastrando tras sí, también apasionadamente, a la población isleña, de tal modo que si Fulgencio Batista no usurpa el poder con su cuartelazo del 10 de marzo de 1952, el partido fundado por Chibás, el Ortodoxo -en el que militó el propio Fidel Castro- habría ganado las elecciones que iban a celebrarse el 1 de junio de ese año. Con su golpe de Estado, Batista tronchó esa posibilidad, interrumpiendo un proceso democrático que venía desenvolviéndose desde 1944, y abriendo las puertas a la violencia. Fidel Castro nunca se lo agradecería bastante, a tal extremo que en cierta ocasión calificó de "feliz" la bárbara entronización de Batista en el poder.
El pueblo de Cuba se rebeló contra esa agresión a sus derechos y para recuperar la libertad perdida. Quiero significar con esto que la oposición, la resistencia, la rebeldía del cubano durante la dictadura batistiana, fue esencialmente cívica.
Hubo un componente ético muy fuerte en esa lucha de siete años. No era machismo, sino dignidad, el ansia de derrocar una autoridad que se había implantado por las bayonetas.
Fidel Castro jugó un papel decisivo en la insurrección, es verdad -como símbolo y con sus guerrilleros-. Pero para magnificar su gesta se minimizó la acción de los "partisanos" que en las ciudades operaban contra el batistato, en condiciones más peligrosas que las serranas. Pero, sobre todo, se marginó la participación de la población cubana en su conjunto. La derrota de Batista fue posible gracias al alto porcentaje de civilidad en la contienda, y esa civilidad estuvo representada por casi todas las clases sociales, pero primordialmente por la media, la "pequeña burguesía" de los marxistas. Las filas rebeldes se alimentaron mayoritariamente de esa clase, a la que pertenecía Fidel Castro, si bien él viene de la media alta al ser su padre casi un latifundista. El sabotaje político, económico, de todo tipo que se le hizo a Batista fue decisivo. Sin el sostén de la ciudadanía, la guerrilla se habría desplomado. Venció por el respaldo unánime y vigoroso que le brindaron todos los sectores nacionales. Pero en Cuba se ignoró, casi se despreció el sacrificio del "llano" y todos los laureles fueron para los barbudos montañeses. Y lo que es peor, mil veces peor: todo el poder para el jefe de ellos.
De este modo se desvió también el objetivo principal de la lucha antibatistiana: la restauración de la democracia y las libertades -todas- conculcadas por el dictador castrense, instalándose en su lugar otra de un coterráneo suyo: el igualmente "oriental" Fidel Castro.
El jerarca más coherente e ideologizado que ha tenido Cuba en todo su periplo republicano fue imponiendo la creencia de que la historia de esta nación se había fragmentado, perdiéndose su continuidad. La noche de San Silvestre de 1958 la dividía en dos partes inconciliables. No había nexo entre la Cuba que moría esa alta noche y la que nacía el 1 de enero de 1959. En consecuencia, no había por qué devolverle ninguna de sus instituciones anteriores. El restablecimiento de la Constitución de 1940 -una de las más avanzadas socialmente de América Latina, si no la más-, que figuraba en primer término en el programa del Movimiento 26 de Julio, se fue postergando hasta que no se habló más de ella; del mismo modo que se fueron arrinconando las elecciones prometidas. Los antiguos partidos políticos no osaron reagruparse, amedrentados por la hegemonía que capitalizaban las distintas facciones armadas, en muy destacada plaza la del joven abogado de 32 años que se había entrenado en la violencia en las trifulcas gangsteriles de la década de los cuarenta. Y que a marchas forzadas estaba reconvirtiendo sus esmirriadas tropas montunas en todo un ejército: el Ejército Rebelde. Liquidaba así, a la vez, la tradicional soldadesca de caserna y el pluripartidismo político, licenciando a una y otro.
Una palabra mágica reemplazó íntegramente la estructura estatal pasada, la palabra revolución. La Revolución con mayúscula hacía innecesaria la Constitución, las elecciones, los partidos políticos, la vuelta a la democracia. Se endiosaba a la Revolución pero como ésta era una abstracción o una entelequia los beneficiarios de la deificación resultaron sus vicarios terrenales, en vanguardista y singularísimo puesto Fidel Castro. Cuba sucumbió al milagro revolucionario, acató la nefasta visión que de sí misma se le proponía, execró de su ayer, de su historia -renunciando de hecho a tener una- y creyó en la enraización de un nuevo sistema que desde sus primeras gestiones demostró su ineficacia, su torpeza y sus ansias abrumadoras de dominio. Y que hoy, al cabo de 45, ¡45! años revela -revelación muy, muy anterior a este hoy- que no es sino una de las más tenaces dictaduras que haya conocido nación alguna en el mundo. Dictadura paleolítica que gradualmente ha ido destrozando Cuba y conduciéndola al estado de miseria material y moral en que actualmente se consume.
Sólo cabe una solución: la que le siguen pidiendo todos los hombres de buena voluntad en la tierra, encabezados por los corajudos defensores del Proyecto Varela dentro de Cuba, los disidentes y periodistas encarcelados en condenas que suman más de mil años, los más de diez mil ciudadanos que con su valiente firma reclamaron hace ya algunos años el derecho de los cubanos a decidir si quieren la permenencia -infinita- de Castro en el Gobierno... ¡o su renuncia!
¿Lo entenderá así el hombre que en 1959 conoció la gloria mayor que le es dable conocer a un líder político? ¿Recordará que ante aquella multitud que tuvo a su vista confesó que sólo el día de su muerte -quizá- lo arroparía una masa tan compacta? ¿No caerá en oídos sordos su conmovida reflexión de aquel minuto inolvidable, y el actual clamor -no por silencioso menos audible- de millones de cubanos que quieren volver a verlo como un día se imaginaron que lo veían? ¿Tendrá la hidalguía de resignar un vetusto poder con el cual ya no puede, para bien de su patria y de sus pobladores?
Aunque me temo que, de producirse su renuncia -cosa harto improbable-, ya sea demasiado tarde para Cuba.
César Leante es escritor cubano.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.