Sublevación en Haití
La oposición asegura que el presidente Aristide impide la modernización del país
"Pobres negros", se duele la conmiseración racista al comentar la sucesión de césares y sátrapas en Haití, primera república negra de América, avecindada desde hace siglos con la miseria. La oposición proclama que un déspota electo, el presidente Jean Bertrand Aristide, de 50 años, impide la modernización del país que fuera plantación de azúcar de los franceses hasta su expulsión, a machetazos, hace dos siglos. Miles volvieron a marchar el domingo por las calles del tórrido Puerto Príncipe exigiendo la renuncia de un cura que abandonó los hábitos, la castidad y la pobreza. "¡No vamos a negociar!", fue una de las consignas.
Los barrios más insalubres negocian su propia supervivencia, vendiendo agua, mandarinas, carbón vegetal, medicinas, perolas o mondongo, mientras el Caricom (Comunidad Caribeña) lo hace con Aristide, cuyo mandato termina en 2006. Sin cesiones, la sangre seguirá corriendo. Medio centenar de personas murieron ya durante las protestas desarrolladas en la nación más pobre de América, que cuenta 32 golpes o sublevaciones populares. "Los esbirros del Gobierno han asesinado a 39 personalidades conocidas", afirma el dirigente opositor Gerard Pierre Charles en el porche de su casa, saqueada hace dos años. "Se alió con las mafias del narcotráfico y el contrabando y reveló su verdadera cara".
La crisis comenzó con las legislativas de mayo de 2000. La oposición, agrupada ahora en una plataforma de decenas de grupos políticos, empresariales, sindicales y estudiantiles, denunció el tramposo conteo de votos y la irrupción de la policía en los colegios electorales aprovechando un oportuno apagón nocturno. A la mañana siguiente, miles de papeletas cubrían las calles y nacía la frase del estigma: "En Haití, la democracia se recoge con pala". El Congreso, casi disuelto, fue copado por el oficialismo, y las generales de noviembre, boicoteadas por la oposición, fueron ganadas por Aristide.
El sacerdote católico alzado en 1986 contra la tiranía de Jean Claude Duvalier y los tonton macoutes, el cura de los pobres, es rico y hoy gobierna casi por decreto. La guardia pretoriana de la saga Duvalier, espantosamente activa en el degüello y castración de la discrepancia, ha sido reemplazada, según la oposición, por las chimeres progubernamentales: partidas de apaleadores que revientan manifestaciones, balean o quiebran huesos a hierrazos. Al rector de la Universidad de Haití lo dejaron en silla de ruedas, después de romperle las rodillas con precisión quirúrgica: cuatro golpetazos de barra metálica en las articulaciones de la derecha y tres en las de la izquierda.
"Mientras Aristide siga en el poder no habrá democracia", sostiene un universitario manifestante. "Vle pa vle, fou'l alle (Lo quiera o no, tiene que irse¡)", gritaban otros, en creole. El Caricom exige el desarme de las bandas de pistoleros, autoridades de consenso y elecciones sin intimidaciones, ni fraudes. EE UU, el destino natural de los cientos de miles de haitianos embarcados por el hambre en las pateras, tiene otras prioridades. "No interviene porque teme que la expulsión de Aristide lleve a la anarquía", dice un diplomático europeo. La intervención gringa en los asuntos haitianos es antigua.
El religioso fue designado presidente en el año 1990 y derrocado por un cuartelazo 12 meses después. Partió al exilio en Washington y fue reinstalado por los 20.000 marines que invadieron el país en 1994. Dos años después, es elegido presidente su patrocinado René Preval, que gobernó al dictado de Aristide, todavía idolatrado entre las paupérrimas peonadas, sin tajo ni esperanzas, de las bidonvilles, de los infrahumanos arrabales de las ciudades haitianas. "Aristide, Ok. Aristide, Ok", dicen.
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