Unas notas al margen de 'El fundamentalismo democrático'
Podría ocurrir que tuviésemos con las palabras la misma familiaridad que tienen nuestros pulmones con el aire. Que hablásemos como si respiráramos. Sin darnos cuenta. Paradójicamente sería una grave enfermedad. Porque el lenguaje, que da vida a la mente, no tiene la impávida neutralidad del soplo que alienta nuestro pecho. Ese "aire semántico" es, sin duda, la característica esencial del hombre. Lo respiramos también porque nacemos en él y desde él existimos. Somos lo que hablamos, lo que pensamos. Y ello explica nuestra manera de entender el mundo, nuestra forma de desear y de querer e incluso lo que, con una cierta impropiedad, llamaríamos nuestra ideología.
Por ello tomar consciencia de ese mundo que fluye de nuestros labios, de nuestro cuerpo, aunque esté en nosotros como el aire, precisa en cada instante ser vivido, ser alentado, ser asimilado. No puedo por menos de citar el famoso texto del filósofo: "Quienes dispusieron las características de nuestra boca lo hicieron pensando en que entrara por ella lo necesario y saliera lo mejor. Pues todo lo que entra para dar alimento es necesario, y la corriente de palabras, cuando fluye hacia fuera y obedece a la inteligencia, es la más bella y mejor de las corrientes".
EL FUNDAMENTALISMO DEMOCRÁTICO
Juan Luis Cebrián
Taurus. Madrid, 2004
182 páginas. 14 euros
Algo de esto pensaba al aca-
bar de leer el apasionante y apasionado ensayo de Juan Luis Cebrián. Apasionante porque nos lleva a una revisión y reflexión sobre una palabra fundamental de la política. Apasionado, porque todo verdadero lenguaje tiene siempre un punto de pasión, de entusiasmo. Sobre todo, cuando con las palabras no sólo merodeamos por los entresijos de la intimidad, sino cuando salimos al mundo de los otros, a la vida colectiva, al espacio humano en el que realmente somos y en el que esperamos poder llevar a cabo la necesaria empresa de dialogar.
Esas salidas tienen todas algo de quijotesco. Nos enfrentamos con aventuras, con riesgos, con encantadores, con falsificadores, con engañadores. Salimos como Don Quijote, llenos de lecturas, de palabras enhebradas en la soledad pero también, en muchos casos, llevamos con nosotros los frutos de nuestra singular historia, de nuestra experiencia y nuestra vida. Palabras que nos impulsan, nos orientan, nos comprometen. Otras veces salimos vacíos de un lenguaje propio, porque hemos sido adoctrinados en aprendizajes que han creado, como nos insinúa el genial experimento de Pavlov, reflejos condicionados que nos alienan. El lenguaje, que es elemento y alimento esencial de la vida humana, destinado a iluminarla, se ofusca y se apaga.
No creo que haya en nuestra época, tan saturada y angustiada de informaciones, una empresa más importante para la vida mental que una nueva reflexión sobre las palabras. Sobre todo porque, debido a los prodigiosos medios de comunicación, es más fácil, desde el lenguaje y las imágenes, paralizar y deteriorar nuestra mente. Insistir en estas cuestiones es, pues, una tarea primordial de la inteligencia. Por ello me ha interesado tanto el discurso de Cebrián. Y no porque pretenda cubrir un espacio abandonado en el estudio del lenguaje, del lenguaje político. Abundan las investigaciones sobre las formas de gobierno, sobre la democracia. Pero el libro de Cebrián surge de una experiencia singular: el primer periodo largo de nuestra común historia en el que nos hemos gobernado bajo la sombra protectora de un régimen democrático.
Trascendiendo, sin embargo, esas determinadas circunstancias, este ensayo político es, efectivamente, una teoría, una mirada al grave peligro que corre esa democracia, toda democracia, de ser maltratada, vaciada, corrompida.
El término "democracia" tiene, como Juan Luis Cebrián nos recuerda, una larga historia. La democracia fue un invento de los atenienses cuando, precisamente por el lenguaje, por la posibilidad de rechazar las palabras dogmatizadas y anquilosadas que asumía inertemente la historia griega, llevaron a cabo un asombroso experimento de libertad. Preguntar al lenguaje, dialogar en él, participarlo y discutirlo, fue la tarea esencial de la recién descubierta democracia: "Poder de la gente", "poder del demos", del pueblo, de los hombres. Eso quería decir la palabra democracia. No debía aceptarse ya un discurso preeminente, un velo adoctrinador sobre ciertos términos que, desde el otro poder, el religioso o el político, nos condenase al sometimiento.
Este tema fundamental de la libertad de pensar y de decir no es objeto principal del ensayo de Cebrián que pretende aproximarse realmente a la "situación" de la democracia española. Pero el autor sabe muy bien que esa libertad o liberación es el fondo sobre el que se levanta, desde las transformaciones de nuestra sociedad, desde los nuevos acosos, su certero y valeroso discurso. Un discurso que, por cierto, como toda clarividente teoría, se universaliza en un espacio mucho más amplio que las requemadas bardas del propio corral. "El desconcierto generado ha sido caldo de cultivo para oportunistas y rufianes, cómodamente instalados en la dirección de las nuevas mafias emergentes en aquellos países que se abren, por primera vez, al sistema democrático, pero también ha servido para potenciar la mediocridad política y el poder de la religión y la magia en la moderna conducción de pueblos".
Era lógico que desde el paisaje de fantasmas que nos embelecan y atontan, Cebrián aludiese a Jovellanos, un autor que conoce muy bien, y que no deja de ser fuente de reflexión para entender algunos de los problemas fundamentales de nuestro desarrollo individual y colectivo. En Jovellanos, en su tiempo lleno de contradicciones patrióticas, se juntaron dos corrientes que Cebrián destaca: la Reforma y la Ilustración. Ambas están en el origen de toda democracia. La Reforma, con todas las variaciones que se quiera, encerraba un principio de liberación que alienta ya en lo mejor de la literatura española. Impresiona descubrir, en uno de los capítulos más luminosos del Quijote, aquella razón, entre otras, por la que el exiliado Ricote se encontraba a gusto en Alemania: "Cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia". La expresión "libertad de conciencia", tan sorprendente en este pasaje cervantino, nos lleva a uno de los fundamentos de la democracia. Sólo una conciencia libre en la que sea posible encontrar algo más que los agobios de la realidad y la falsedad enmascarada, una conciencia que piense y sepa "querer", es el principio de donde arranca la creación de la persona, del ser humano. Y la democracia se hace con personas, no sólo con ciudadanos. Una conjunción saludable de lo público y lo privado, de lo universal y lo singular.
Por eso la Ilustración, o di-
cho más modestamente, la educación, es el fundamento de la convivencia intelectual, de la convivencia real. Los griegos intuyeron que toda forma de democracia es imposible si no va acompañada de su otro gran invento, la Paideía, la educación. De lo contrario caeremos en manos de los "demagogos". Término que también, como amenaza para la democracia, descubrieron los atenienses. Y eso que, entonces, no había tantos y tan refinados medios de falsificación y de obnubilación. La demagogia contemporánea se reviste de formas mil veces más sutiles que los ilustrados métodos de la sofística.
Cebrián, en su análisis de los sueños, utópicamente reales, de Jovellanos y sus amigos, descubre la irremplazable necesidad de los fundamentos de esa ilustración. Las nuevas formas de educación iban más allá de los entresijos de la miseria nacionalista en la que, ya en aquellos tiempos se enmascaraban, con las untuosas divagaciones patriotéricas, los más repugnantes intereses y los más sangrientos lugares comunes.
No puedo entrar en la parte concreta de la política española a la que el autor dedica buena parte de su libro, pero sí, en este contexto, hay que mencionar algunas de las miserias que, desde Jovellanos, penden todavía sobre nuestra sociedad. "La defensa de la educación pública, gratuita y de calidad, no es, contra lo que algunos zoilos creen, característica de los regímenes colectivistas o del socialismo real, sino fruto de la convicción liberal sobre la igualdad de los hombres ante la ley... Avergüenza por eso contemplar que, todavía hoy, se quiere perjudicar o perseguir a la escuela pública en nombre de la libertad. Cuando, en realidad, la libertad de cátedra, la libertad de conciencia y la libertad de enseñanza fueron sojuzgadas en nuestro país por el abandono del sistema de instrucción en manos del clero y de las órdenes religiosas".
Por supuesto que estas palabras tocan un tema que, incomprensiblemente, levanta machaconas y cegadoras protestas. No creo que a muchos españoles le escandalicen esas tesis, pero, de todas formas, para tranquilizar a esa tradición de auténtica libertad de la que, tan oportunamente, se hace paladín nuestro autor, me atrevo a recordar aquel texto del inventor de la ética y de la teoría política que hace más de veinte siglos nos recordaba que "como toda ciudad tiene un solo fin, es claro que también la educación tiene que ser una y la misma para todos los ciudadanos, y que el cuidado de ella debe ser cosa de la comunidad y no privada".
En este dominio de solidari-
dad que tiene como meta de justicia -que no es sino una forma secularizada y universalizada de la amistad- a la siempre lejana y posible igualdad no puede, paradójicamente alimentarse el pensamiento único. Entre las muchas incoherencias del lenguaje pervertido, en buena parte, por la "cólera de los imbéciles", el grotescamente llamado pensamiento único es una de las perlas más falsas que luce la corona de la vaciedad política. No es posible progresar en el pensamiento desde algo que sea "único". La democracia de la duda, que tan certera y programáticamente nos propone Cebrián, sintetiza un principio elemental de la inteligencia. Porque de la misma manera que vivir es aprender a elegir, aprender a querer; pensar es iniciarse en algo tan variado, tan múltiple como aprender a dudar. El mundo se hace presente como un horizonte de posibilidad que ha de realizarse y humanizarse entre la duda y la decisión. Una duda que engendrada siempre en el "método" que, antes de cualquier resonancia científica, significaba para los atenienses algo tan sencillo como "estar en marcha", "estar en camino" y andarlo, realmente, bajo los signos de algunas saludables ideas.
En ese camino se crea una concepción de la patria y las identidades que nada tiene que ver con esos lemas sin sustancia de las palabras, inocente o estúpidamente respiradas, que no nos dejan pensar. Éste es el campo en el que pretende sembrar el fundamentalismo de cualquier especie, necesitado siempre de la violencia y la irracionalidad para pervivir. No es extraño que, como receta desfundamentalizadora, se haya hablado, en estos tiempos, de patriotismo constitucional: fórmula que se alimenta de la duda y el diálogo. Sobre ella habría que construir un patriotismo energético que encarnase las ideas elaboradas y dialogadas en una política de la amistad.
En la lectura de este libro y aunque su autor no pretende detallarlos, se vislumbran algunos de los más fecundos sustentos de la democracia. Bajo este universo de coherencia y de convivencia que pretende acoger, como la amistad epicúrea, a todos los seres humanos, la democracia nos indica que jamás podría alcanzarse -esa democracia en marcha- si, por ejemplo, en la escuela se adoctrina a los posibles, futuros, demócratas, con la turbia ideología del odio que cultivan quienes no pueden dar razón de sus ideas y, mucho menos, de sus increíbles creencias. Sobre esa cruel falsificación se levanta el fundamentalismo, que aprovecha y explota la ignorancia y la agresividad que han sembrado en sus súbditos, para campar sobre ellos. La democracia como poder del pueblo convertida así en la triste impotencia del atontamiento colectivo. Antonio Machado, el optimista melancólico, escribió que eso era imposible entre nosotros. Esperemos que tenga razón.
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