Un niño en el infierno de Auschwitz
Daniel Chanoch recuerda la locura nazi en el aniversario de Anna Frank
La ironía le ha salvado de ser un eterno superviviente. Lo es, desde luego. Pero ha creado a su alrededor una capa de humor y distanciamiento que le permite aparentar ser un individuo más o menos normal. No lo es. Daniel Chanoch tiene 71 años y sólo los siete primeros discurrieron por los cauces previstos. Nació en Kaunas (Lituania) en 1933, el año en que Hitler subió al poder. Hijo menor de una familia judía de campesinos cultivados, Daniel Chanoch fue uno de los 129 niños transportados a la muerte, a Auschwitz. Y uno de los 30 que lograron sobrevivir.
La escritora israelí Amela Einat ha recogido su peripecia y la de otros niños supervivientes en La cicatriz del humo. "La presencia de niños en Auschwitz es poco conocida. Hay historiadores que la niegan. Por eso reuní sus testimonios", afirma Einat. El libro se ha presentado en el Círculo de Bellas Artes de Madrid esta semana con motivo del 75º aniversario de Anna Frank.
Al volver a Auschwitz, se tumbó en su antigua camilla y se sintió a gusto. No quería salir: su infancia volvía
La vida de Daniel Chanoch fue feliz en la tranquila Lituania hasta 1940. Los acuerdos secretos de Mólotov-Ribbentrop colocaron a Lituania bajo la influencia soviética. Poco después la entrada de los alemanes desencadenó la caza de los judíos.
Acorralados en el gueto, sus padres encargan a Daniel pequeños recados. Es un niño de ocho años muy rubio. Parece alemán. Eso le da cierta ventaja para salir y entrar. Algún soldado nazi incluso le acaricia la cabeza cuando le ve pasar. Es una caricia inquietante, que le llena de ambivalencia: el verdugo ¿puede ser también bueno? La respuesta la obtendría en los siguientes 44 meses, un tiempo en el que la vida y la muerte constituyeron para él una débil frontera.
Cuando el gueto de Kaunas pasó a ser un campo de trabajo, los niños no eran legales ni tenían derecho a la ración de comida, pero las familias los escondían. El precio era dejar de ser niños y ser útiles. Lo mismo sucedería en Auschwitz.
Poco después el grupo de Kaunas fue deportado hacia Prusia oriental. En una estación, los guardianes mandaron bajar a mujeres y niños: su madre y hermana obedecieron, a él le escondieron su padre y sus hermanos. Pero el destino final era Auschwitz.
Al llegar al campo de exterminio, los niños estaban ya separados de los adultos, pero el hermano mayor de uno de ellos había logrado sumarse a escondidas al grupo infantil y había enseñado a los niños a formar como pequeños soldados. A los responsables de Auschwitz les gustó ese disciplinado ejército infantil. "Os habéis salvado. Venga, a la desinfección y al trabajo" , les dijeron, relata Chanoch. Les encomendaron trasladar en vagones los cadáveres de los que desfallecían y ordenar la ropa de los prisioneros que llegaban. En este campo que olía a cadáveres estuvo recluido ocho meses
En vísperas de la liberación, los responsables de Auschwitz decidieron envenenar la sopa para no dejar testigos. No hubo tiempo. El campo fue liberado el 27 de enero de 1945 y en las horas previas los nazis iniciaron la desbandada llevándose consigo a algunos prisioneros, entre ellos a Chanoch. Durante esta última marcha de la muerte sus ojos presenciaron escenas llenas de horror, incluidas prácticas caníbales: algunos prisioneros a punto de desfallecer se alimentaron de los cuerpos de otros compañeros bombardeados. "La realidad también fue ésa. Sobrevivir no es romántico", admite.
La pesadilla acabó con la efectiva derrota nazi. Más tarde, en 1946, Chanoch emigró ilegalmente en barco a Palestina, entonces bajo dominio británico. Pasó dos meses en un campo de concentración británico. "No era el Hilton, pero era otra cosa", dice. Una vez liberado se integró en el nuevo Estado israelí, se casó con Leah, tuvo hijos y ahora nietos. Se dedica a la recolección y distribución de uvas. Su máscara es el humor.
¿Qué siente un antiguo chico asustado ante los niños palestinos aterrados por las bombas? Elude criticar al Gobierno de Sharon, "elegido en las urnas", pero apuesta por "una solución humanitaria".
Recientemente, visitó el campo de Birkenau (Auschwitz II) con Amela Einat, encontró la barraca donde había dormido y se tumbó sobre su antigua camilla. Era de noche, llovía afuera y se sintió a gusto. Su infancia volvía y no quería salir. Cuando lo hizo recuperó la máscara: su vieja sonrisa llena de sarcasmo.
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