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Emparejamiento y derechos familiares

Enrique Gil Calvo

La oferta electoral socialista de legalizar las uniones de hecho a todos los efectos, incluyendo el de reconocer el matrimonio de las parejas homosexuales, ha provocado agrios debates. Por eso parece útil pararse a pensar sobre la cuestión, tratando de hacer visibles sus contradicciones internas. Pero para evitar equívocos, quizá convenga adelantar ante todo mi propia posición. Puestos a simplificar, yo voto a favor de reconocer inmediatamente a las parejas homosexuales completos derechos matrimoniales. Si la ley reconoce el derecho individual a formar uniones amorosas, este derecho debe estar al alcance de todos, sin ninguna discriminación por razón de género, etnia o afiliación religiosa -sólo la edad plantea restricciones hasta que se alcance la madurez-. Si un hombre y una mujer pueden unirse en matrimonio, generando derechos y deberes recíprocos de responsabilidad familiar, ¿por qué no pueden hacerlo dos hombres o dos mujeres que deseen unirse de mutuo y libre acuerdo? Hasta ahora, lo prohíbe la tradición cultural y eclesiástica, pero esto resulta radicalmente injusto, como se advirtió cuando la epidemia de sida diezmó a los homosexuales. Entonces, a las parejas de las víctimas se les denegaron los derechos más elementales, como el de atenderles y cuidarles acompañándoles en sus últimos momentos. Pues bien, tamaña injusticia resulta absolutamente inadmisible, y debe ser reparada por la ley reconociendo a todos los adultos de cualquier sexo su capacidad de formar uniones libremente consentidas con plenitud de derechos.

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Ahora bien, a la hora de extender a todos los adultos el derecho al matrimonio surgen algunos problemas. Pensemos, por ejemplo, en el caso del incesto. ¿Pueden dos hermanos de cualquier sexo, o dos parientes consanguíneos adultos de distinta generación, formar uniones legítimas? Resulta discutible, aunque yo me inclino a pensar que deben ser libres de poder hacerlo si así lo desean por mutuo consentimiento. ¿Y el caso de la poligamia?: ¿pueden reconocerse legalmente las uniones amorosas de tres o más miembros, además de las parejas convencionales? Esta posibilidad ya es hoy omnipresente, tras el incremento del llamado multiculturalismo. A los inmigrantes que trabajan para nosotros, muchos de ellos procedentes de culturas donde la poligamia es normal, también se les debe reconocer sus derechos civiles y sociales, lo que plantea una compleja casuística en materia de divorcio, tutela de hijos o viudedades y orfandades. Pero no hace falta recurrir al derecho civil foráneo, pues en nuestro propio medio europeo están empezando a surgir nuevas formas de familia con geometrías variables que plantean problemas inéditos. Con ello no me refiero a sofisticados triángulos amorosos, que también proliferan, sino a las uniones reconstituidas en segundas o terceras nupcias tras previa separación, pues los problemas de derecho civil que se plantean resultan comparables a los causados por la poligamia sucesiva.

Pero entre todas estas nuevas formas de familia, la que suscita mayores contradicciones para lo que aquí se discute es, sin duda, la que forman las parejas de cohabitantes que han decidido de mutuo acuerdo negarse a contraer matrimonio institucional, pues se resisten a casarse tanto por la Iglesia como por el Estado. ¿Cómo conceder derechos matrimoniales a quienes manifiestamente no quieren casarse? Es verdad que las uniones de hecho pertenecen a categorías muy distintas, pues el caso gay es opuesto al de los cohabitantes. Hay parejas homosexuales que sólo forman uniones de hecho porque la legislación todavía no les permite formarlas de derecho, como querrían hacer si pudieran. Antes no era así, pues antaño el orgullo gay militaba activamente contra el matrimonio reivindicando su abolición. Pero desde que se han hecho políticamente correctos, muchos homosexuales se declaran aspirantes al matrimonio institucional, y ello aunque nada más sea para acceder a derechos civiles y sociales como la herencia y la viudedad. En cambio, los cohabitantes convencidos y orgullosos de serlo -pues hay otros que sólo conviven a prueba, a la espera de poder casarse- reivindican explícitamente su derecho a convivir sin casarse, a sabiendas de que así pierden multitud de derechos civiles y sociales. ¿Por qué lo hacen? Entre las existentes destacan dos razones en especial, relacionadas entre sí para formar un todo continuo. Por un lado, se ofrece resistencia al matrimonio para mantener intacta la independencia y la libertad personal; es decir, para no conceder derechos sobre sí a la otra parte. Pero también se rechaza el matrimonio por considerarlo una institución injusta, discriminatoria, asimétrica y patriarcal.

En efecto, el matrimonio es una institución intransitiva que no se puede volver por pasiva, pues permite transferir el estatus del marido hasta su esposa elevándola a la misma posición de aquél. Pero no a la inversa, ya que la esposa no puede transferir su propio estatus personal hacia su marido. Y esta asimetría establece una relación de poder que coloca a la esposa en dependencia material y social de su marido, uno de cuyos efectos es la pensión de viudedad. Por eso, las mujeres independientes o que aspiren a serlo -así como los hombres que renuncian a que sus parejas dependan de ellos- rechazan emparejarse matrimonialmente, prefiriendo convivir como cohabitantes para garantizar así la recíproca independencia personal. Y la mejor prueba de cuanto digo es estadística, pues a igualdad de las demás variables (como la edad o el número de hijos), las mujeres que cohabitan con sus parejas sin casarse tienen un nivel de estudios y una tasa de actividad económica muy superior a la que presentan las mujeres legalmente casadas, que en buena medida son amas de casa inactivas dedicadas a sus labores, por lo que dependen de los ingresos de sus maridos o de la pensión de viudedad. Por eso, en el norte de Europa, donde la casi totalidad de las mujeres son económicamente independientes, predomina la cohabitación con uniones de hecho, el matrimonio es raro tras entrar en decadencia y la viudedad está extinguida o subsiste de forma sólo residual. Mientras que aquí, en el sur mediterráneo, sucede al revés: como el empleo femenino escasea tanto, las mujeres continúan dependiendo del matrimonio para poder situarse, lo que hace muyrara la cohabitación y eleva la propensión a casarse para pasar a depender del salario del marido o de la pensión de viudedad. Todo esto hace que a medio plazo sea cuestionable la exten-sión de los derechos matrimoniales al conjunto de las parejas de hecho, pues lo progresista no es casar -¿por decreto?- a todos los cohabitantes, sino al revés, impedir que los casados tengan más derechos que solteros o cohabitantes. Sólo así incentivaremos a las mediterráneas para que se vayan aproximando a los niveles de independencia personal de los que ya disponen las nórdicas, que no necesitan casarse para ejercer al completo todos sus derechos civiles y sociales. Lo cual no implica tener que abolir desde ahora mismo el matrimonio y la viudedad. Pero sí plantea la conveniencia de ir modulando su regulación para las nuevas generaciones. La viudedad de las presentes amas de casa debe mantenerse, pero a las jóvenes actuales debe ofrecérsele un futuro mejor que el de esposas y viudas dependientes, pues deben aprender a ganarse por sí mismas sus derechos pasivos como asalariadas, profesionales o funcionarias -con la alternativa de las pensiones no contributivas para el caso de la discapacidad-. Sólo así el matrimonio dejará de ser un medio de vida y una seña de identidad para pasar a convertirse en un ritual folclórico como la primera comunión: una fiesta familiar y amistosa que no genere derechos civiles ni sociales, aunque nada más sea para evitar la injusta discriminación por razón de estado civil. Pues, ¿por qué habrían de tener más derechos las personas emparejadas que las desemparejadas o sin emparejar?

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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