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Reportaje:BALANCE DE DOS LEGISLATURAS | 96>04 OCHO AÑOS DE AZNAR

Historia de un presidente satisfecho

El mandato de José María Aznar ha tenido dos etapas muy diferenciadas, la primera caracterizada por el éxito económico y 'la normalidad', y la segunda, por el enfrentamiento sobre el modelo territorial y el giro en la política exterior

Soledad Gallego-Díaz

En la campaña electoral de 1993, la última que perdió José María Aznar, el entonces candidato del Partido Popular a la Presidencia del Gobierno explicó en privado las dos ideas relevantes que impulsaban su proyecto político: pensaba que en una primera legislatura lo fundamental sería que un presidente del Gobierno del PP demostrara que no había razones para inquietarse. "Lo fundamental será la normalidad, no hacer nada que pueda dividir a este país, que haga pensar que ha llegado al Gobierno la derecha de toda la vida o que está en riesgo el Estado de Bienestar". En una segunda legislatura, anunció, las cosas serán muy distintas y el PP pondrá en marcha su programa y sus cambios.

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Aznar llegó al Gobierno en 1996 y pasados ocho años, cuando faltan dos meses para su retirada, se puede decir que ha cumplido escrupulosamente su proyecto. Las dos legislaturas han sido muy diferentes: la primera, sin mayoría absoluta, estuvo marcada por el pacto con los sindicatos y los nacionalistas, el éxito económico, la entrada en la Europa monetaria y lo que el propio presidente del Gobierno calificó de normalidad. Además, Aznar disfrutó de la tranquilidad derivada de los problemas internos y de liderazgo del principal partido de la oposición, el PSOE.

La segunda legislatura, con 183 escaños propios, ha sido una etapa de confrontación, marcada por una huelga general, el enfrentamiento con los nacionalistas, la reforma sin consenso de la educación, el giro en política exterior, y un tono político general que hasta sus seguidores admiten que ha sido "crispado".

Los socialistas, además, recompusieron su dirección y nombraron un nuevo secretario general, José Luis Rodríguez Zapatero. El nuevo jefe de la oposición se incorporó, empezada la temporada, con un tono de moderación que fue endureciendo, al mismo ritmo en que se complicaban los debates y Aznar le dirigía más descalificaciones.

Consolidar un partido

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José María Aznar no puede ser valorado, sin embargo, sólo como el presidente del Gobierno de España durante ocho años. Es también el político que ha consolidado en España por primera vez en décadas un partido de derecha fuerte y profesionalizado, capaz incluso de la proeza de alcanzar una mayoría absoluta. Es cierto que algunos de sus predecesores habían realizado ya en ese sentido un trabajo heroico antes de que Aznar llegara la secretaría general. De hecho, fue Antonio Hernández Mancha quien consiguió que el PP aceptara el divorcio, el aborto y el Estado de las Autonomías.

Aznar se encontró ya hechas esas tres modificaciones esenciales, sin las que ningún partido de derecha o centro-derecha hubiera podido prosperar en España. Pero también es verdad que las asumió rápidamente (jamás ha sugerido modificar esa legislación) y que fue él quien logró introducir una fuerte modernización en todas las estructuras del PP, imponer una disciplina férrea y conectar con el sector de la derecha española a la que horrorizaba el estilo de Hernández Mancha y reclamaba un toque autoritario en sus nuevos dirigentes. Ese autoritarismo personal ha servido en cierta forma como cemento dentro el PP, pero ha sido también uno de los rasgos de su personalidad más criticados fuera de su partido. Eso, y el tono desabrido que imprimió a la segunda parte de su mandato.

Ahora quizás podría llamar la atención el tono de su primer discurso de investidura, en 1996. El PP había conseguido 156 diputados y José María Aznar, que necesitaba el apoyo de los nacionalistas, llegó a la Presidencia del Gobierno con un discurso moderado y tranquilo. La campaña contra los socialistas había sido feroz, una batalla tan extremada que era desconocida en la vida política española, pero no había ocurrido lo mismo respecto a CiU y el PNV.

Los diarios de sesiones de aquel día reflejan un discurso sin aristas, con dos preocupaciones básicas: el nuevo desarrollo y ampliación del Estado autonómico; y Europa como el gran objetivo económico de su Gobierno. El euro era el centro del programa. "Mi política tiene dos pilares irreversible e irrenunciables", dijo: Europa y el Estado de las Autonomías.

Joaquim Molins, de CiU, e Iñaki Anasagasti, del PNV, alabaron su "visión de Estado" y su "valor político" así como su voluntad de cerrar "heridas históricas". En el PSOE, la réplica corrió a cargo de un secretario general ya en retirada, Felipe González, quien pidió concreciones sobre el coste económico del pacto que el PP había firmado con CiU y PNV. González expresó su preocupación por la posible falta de solidaridad: no temo una ruptura territorial, dijo, pero sí que su política de traspasos "debilite la cohesión social".

En cualquier caso, muchos de los asistentes a aquella sesión dijeron que había quedado conjurado "cualquier riesgo de crisis del modelo territorial": la derecha llegaba al Gobierno sin poner en duda el modelo autonómico que había rechazado durante el proceso constitucional.

Objetivo compartido

La puesta en marcha de la política económica se realizó también sin grandes enfrentamientos. Lo más duro de las reformas, que fueron diseñadas por Rodrigo Rato pero que están en el haber de Aznar, se llevó a cabo en este periodo. Fue en estos años cuando se adoptaron las medidas de ajuste más serias, negociadas con los sindicatos y por la mayor parte de la oposición con el fin de lograr el objetivo compartido: entrar en la primera oleada de países europeos que tendrían una moneda única.

La entrada en el euro fue un éxito y la base de la bonanza económica que se prolongó después. La desaparición de la peseta y el hecho de que la política monetaria dependiera de un Banco Central Europeo funcionaron como una bendición para la economía española. El euro ayudó a cimentar años de bajas tasas de interés, un crecimiento económico continuado y una notable creación de empleo.

El éxito de la concertación social que acompañó al euro había sido tan grande en la primera legislatura (el Gobierno Aznar concedió 11 de las 12 reivindicaciones que le presentaron los sindicatos) que resultó una sorpresa la dura actitud que adoptó Aznar nada más empezar su segunda etapa, con mayoría absoluta.

Las cosas eran distintas, por fin el PP podía llevar a cabo sus planes y cambios, y los populares lanzaron unilateralmente, sin negociación ni acuerdo, una reforma del mercado laboral que fue conocida como "el decretazo". La reacción sindical fue inmediata y se concretó en una huelga general convocada por los dos grandes sindicatos y ampliamente secundada en todo el país.

Aznar ordenó dar marcha atrás y retirar la reforma. La operación le costó el puesto al ministro de Trabajo, Juan Carlos Aparicio, pero sobre todo puso una nota de inquietud en medios económicos y políticos. Tanto el decretazo como la posterior retirada resultaron bastante inexplicables, salvo como demostración de una nueva manera de gobernar del presidente del Gobierno.

La segunda pata de la normalidad de la primera legislatura había sido el pacto autonómico. Pero en la segunda saltó por los aires. En el campo económico, la rápida rectificación permitió frenar la confrontación, de manera que la política económica puede ser considerada como el mejor activo de Aznar. Pero en las relaciones con los nacionalistas no ocurrió lo mismo. El enfrentamiento fue cada vez a peor, hasta el extremo de que la política territorial de Aznar puede ser calificada como su gran pasivo al final de las dos legislaturas. Ése es un campo en el que la situación es claramente peor ahora que cuando Aznar llegó al Gobierno y en el que su ideario inmovilista se encuentra seriamente comprometido.

Es cierto que los acuerdos con el PNV no duraron ni tan siquiera hasta el final de la primera etapa debido a que los nacionalistas firmaron Lizarra (un pacto dirigido contra los no nacionalistas) y a que establecieron contactos unilaterales con ETA, pese a los continuos asesinatos de concejales populares y socialistas (entre ellos Miguel Ángel Blanco). Es probable también que lo que terminó por descomponer a Aznar fuera la decisión del PNV en esta segunda legislatura de dar luz verde al llamado plan Ibarretxe.

Pero la realidad es que el enfrentamiento sobre temas territoriales se fue extendiendo a otros partidos sin que Aznar pudiera, o quisiera, evitarlo. Bajo su dirección, el debate dejó de estar referido a la lucha antiterrorista o la actitud del PNV para centrarse en la negativa radical del PP a reformar los estatutos de autonomía o a admitir algunos cambios en la Constitución, incluso los aceptados unánimemente por el resto de los partidos, como la reforma del Senado. Así las cosas, los éxitos en la lucha antiterrorista y el apoyo casi incondicional contra Batasuna que le prestó el Partido Socialista quedaron ocultos por un enfrentamiento que se fue extendiendo al nacionalismo moderado de CiU y al propio Partido Socialista.

La imposibilidad de Aznar de consensuar su modelo territorial, -un modelo cerrado, en el que ya no cabe ningún cambio- con las otras fuerzas políticas del país, especialmente con el PSOE, se fue convirtiendo en uno de los principales problemas políticos del país al final de su mandato. La confrontación demostró tener una cierta capacidad de envenenar la convivencia; una convivencia garantizada en los últimos 25 años y que sólo se ha puesto en discusión en esta última legislatura.

La buena guerra

El posible que el campo en el que Aznar estuviera más decidido a introducir cambios en su segunda etapa al frente del Gobierno fuera en política exterior. Algo de ello dejó entrever en su discurso de investidura en 2000 al referirse a su deseo de buscar un mayor papel internacional para España. Pero en aquel momento no habló de un cambio radical sino de "asumir responsabilidades crecientes tanto en el marco de la OTAN como en la política europea de Seguridad y Defensa". Una pista la dio su rapidez en suprimir la mili, nada más empezar la segunda legislatura. Para poder ampliar la presencia española en el exterior, lo primero era sin duda eliminar el servicio militar obligatorio, pero Aznar imprimió tal velocidad al proceso que ignoró incluso los informes sobre la dificultad de conseguir suficiente tropa profesional.

El giro brutal, la decisión de cambiar el eje estratégico de la política exterior española, se produjo a raíz de los atentados del 11 de septiembre y de su convencimiento de que EE UU iba a lanzar inmediatamente una guerra contra Irak que le permitiría controlar Oriente Medio. Aznar siempre ha creído que España había perdido buenas oportunidades de obtener réditos estratégicos por no participar en ninguna de las grandes guerras internacionales. La de Irak era, en su opinión, la "buena" guerra que relanzaría a España en el plano internacional.

Y de repente, como una decisión casi exclusivamente personal y sin suscitar el menor debate con la oposición, tomó lo que está convencido que ha sido una de las decisiones más importantes de su vida política y la que dejará más huella: trasladó el eje de la política exterior española de Europa a Estados Unidos. A partir de ese momento, ya no sería la UE "nuestra primera opción", como había ocurrido hasta entonces, sino Washington. En función de esa nueva realidad habría que reinterpretar toda la política exterior. En la primera legislatura, Aznar quizá hubiera encontrado reticencias en Abel Matutes, un ministro de Exteriores muy partidario de la opción europeísta, pero en la segunda etapa Aznar ya disponía de Josep Piqué (y más tarde de Ana Palacio), mucho más dispuestos a instrumentalizar la nueva línea política.

La reacción contraria de la opinión pública y de la oposición, sorprendida por algo tan poco habitual en Europa como la ruptura unilateral del consenso en política exterior, fue inmediata y muy activa, con masivas manifestaciones en las calles y duros debates en el Parlamento. El PP quedó absolutamente solo. Pero pese a todo, Aznar ofreció al presidente Bush su apoyo en Naciones Unidas e intentó persuadir a la opinión pública española de lo correcto de la decisión del Gobierno norteamericano de invadir Irak. Primero, defendió que se trataba de buscar armas de destrucción masiva y luego que se pretendía luchar contra el terrorismo internacional.

Ninguno de los dos argumentos fue corroborado por la realidad. Las armas no aparecieron y la mayor parte de los especialistas en terrorismo (incluido el US Army War College) indicaron que la guerra de Irak podía retrasar el esfuerzo contra el terrorismo en todo el mundo.

Aznar sólo dejó entrever su auténtico pensamiento sobre la crisis de Irak y la posición internacional de España en una reciente entrevista en The Washington Post, en la que explicó su satisfacción por lo que considera el gran éxito de su mandato: "La toma de decisiones en España en materia de política exterior ha estado subordinada a Francia desde 1800. Ya no es así, y me siento muy feliz. Al fin, estamos en la vanguardia". Lo más revelador resultaba el juicio de Aznar sobre Francia como un socio detestado, pese a que es nuestro principal cliente comercial y nuestra principal ayuda en la lucha contra el terrorismo de ETA. Y se comprendía también su actitud dentro de la UE y sus recelos sobre el eje franco-alemán. Es también la explicación de su furiosa reacción frente a quienes le acusan de haber confundido la historia y la realidad y haber elegido la peor de las guerras posibles para reforzar el papel internacional de España.

Satisfacción evidente

La satisfacción que muestra José María Aznar en los últimos meses puede ser chocante pero es explicable, en parte por el resultado obtenido en las elecciones municipales de mayo. El PP perdió en votos frente al PSOE pero, pese a la crisis de Irak, mantuvo unos niveles de aceptación notables. Fue probablemente esa falta de castigo lo que le permitió reforzar aun más su poder en el PP y controlar su propio relevo, la última de sus grande operaciones políticas. La decisión de designar a Mariano Rajoy como su heredero en el partido fue realizada, en consecuencia, con precisión milimétrica.

En cualquier caso, es evidente que el presidente del Gobierno se siente muy satisfecho de su balance de ocho años. Tanto que a veces, pese a su carácter seco, le resulta difícil controlar esa satisfacción. Le pasó cuando ganó las elecciones de 2000 por mayoría absoluta y consideró apropiado casar a su hija Ana en el monasterio de El Escorial, con un boato muy llamativo. Y le ha pasado en sus últimas apariciones en el Congreso, donde su tono despectivo con la oposición, y sus notorios tics, llegaron a provocar el enfado de un diputado tan moderado como XavierTrias.

Es posible que Aznar, como muchos políticos, haya terminado creando un personaje al que él mismo se considera obligado. Es la imagen de una persona cumplidora que abandona el poder cuando dijo que lo haría, al cumplir ocho años como presidente del Gobierno. Fuera cual fuera el motivo de su decisión, es posible que marque un hito muy de agradecer en la vida política española. Pero no está de más recordar que Aznar se marcha sin haber cumplido otras muchas de sus solemnes promesas para regenerar la vida política.

Bien al contrario, ha tomado decisiones decididamente sectarias, como el nombramiento como director general de RTVE de un diputado de su partido, Fernando López Amor. No consintió el trabajo de auténticas comisiones de investigación, como había asegurado que haría, y no hizo nada para procurar al Parlamento el protagonismo que había tenido y que él se había comprometido a aumentar. Y no cumplió su compromiso de desarrollar políticas de consenso en temas tan básicos como las relaciones exteriores o la educación, donde también impuso un cambio radical, incluido un nuevo tratamiento de la enseñanza religiosa. Precisamente, su aproximación a la Iglesia católica, reflejada en su última visita al Papa, ha sido también una de las características más importantes de su segunda legislatura.

El presidente de EE UU, George W. Bush, con José María Aznar en el palacio de la Moncloa en junio de 2001.
El presidente de EE UU, George W. Bush, con José María Aznar en el palacio de la Moncloa en junio de 2001.REUTERS
Aznar y Ana Botella, tras conocer la victoria de 2000.
Aznar y Ana Botella, tras conocer la victoria de 2000.RICARDO GUTIÉRREZ
José María Aznar, con su hija Ana, el día de su boda, en el monasterio de El Escorial.
José María Aznar, con su hija Ana, el día de su boda, en el monasterio de El Escorial.ULY MARTÍN

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