Votos, necesidad y virtud
Ante la posibilidad de adoptar una Constitución europea, el Consejo Europeo de 12 de diciembre pasado terminó en estampida. La intención, no obstante, era correcta: establecer un texto claro, conciso, comprensible por todo el mundo, que recogiera las normas fundamentales de la Unión Europea. Teniendo en cuenta la importancia de la empresa, el fracaso de diciembre no es del todo malo. La pausa forzada permite más tiempo para la reflexión y el análisis de las grandes cuestiones que deben tratarse en una Constitución. Lo importante ahora es aprovechar este tiempo para reabrir no sólo la negociación entre los Estados, sino también el debate político, lo que implica informar a los ciudadanos de manera objetiva.
La primera cosa que debería estar clara es que la ampliación de la Unión Europea será dura para todo el mundo. A pesar de constituir una oportunidad de expansión a medio plazo tanto para los que están dentro como para los que acceden, a corto plazo la ampliación conlleva sacrificios. Esta realidad ha estado escondida, pero ha terminado incidiendo sobre las negociaciones de los últimos meses. En estas negociaciones se estaba preparando una Constitución no para una Unión de 15 miembros, sino para una Unión ampliada. Por tanto, debían resolverse al mismo tiempo las cuestiones constitucionales tradicionales (por ejemplo, el papel de la Comisión y el Parlamento de Bruselas con respecto a los Estados), y las cuestiones ligadas al encaje en el club de 10 nuevos miembros (por ejemplo, el reparto de poder entre los 25 en el Consejo).
Para comprender este reparto de poder en el Consejo no basta con referirse a la cuestión aritmética del número de votos. Hay que afirmar sin tapujos que, en cualquier club que se expande, todos pierden necesariamente influencia y poder. Es evidente que el porcentaje de participación en un club de 15 es siempre más grande que en uno de 25, donde hay que hacer sitio a los que llegan. En términos de población, los 41 millones de habitantes de España representan el 10,7% de los habitantes de la Unión de 15, mientras que sólo suponen el 9% de una Unión de 25. Pero lo mismo ocurre con los demás; por ejemplo, Alemania tiene un 21,7% de la población de la UE actualmente, porcentaje que será del 18,1 en una Unión de 454 millones de habitantes.
Aunque puede decirse que en el acuerdo de Niza de diciembre de 2000 Alemania salió relativamente perjudicada mientras que España y Polonia salieron beneficiadas, este acuerdo marcó la tendencia hacia un reparto de votos adaptado a la población de cada Estado miembro. Ésta es una tendencia inevitable si quiere superarse el principio de un Estado, un voto, que sería estéril, ya que el voto del Reino Unido valdría lo mismo que el de -pongamos por caso- Bélgica o Malta. Europa se ha construido siempre sobre la base de la superación de ese principio, y la clave radica en encontrar el justo equilibrio entre el respeto a la existencia histórica de los Estados y la representación igualitaria de todos los europeos, que sería el ideal democrático. Con el acuerdo de Niza, los españoles y polacos están mejor representados que los ciudadanos de muchos otros países, lo que no puede durar eternamente. Aun en el caso de que Niza se mantuviera hasta su fecha de caducidad (en 2009), el nuevo acuerdo para sustituirlo avanzaría sin duda hacia la equiparación de los ciudadanos europeos.
El problema es que los nuevos miembros del club aportarán 74,3 millones de habitantes a la Unión, un 16,4% de la UE ampliada, pero sólo un 4,6% del PIB de la UE de 25. Todos debemos ser conscientes también de esta realidad. Las implicaciones para el presupuesto de la Unión son enormes. De cada cien euros gastados hoy por Bruselas, aproximadamente 40 se destinan a la política agrícola, 30 a los fondos estructurales y de cohesión, mientras que las políticas internas, la acción exterior, la administración de la propia Unión y la ayuda a los países de la accesión reciben en torno a cinco euros cada una. Los dos primeros capítulos, que suponen la parte del león, se dirigirán en una gran medida a los nuevos miembros. Esto supone un reto para España, que ha venido recibiendo hasta un 1,3% de su PIB anual de las arcas comunitarias, lo que, unido a una expansión económica, nos ha permitido llegar al 84% de la renta per cápita europea. La media de los diez nuevos miembros es de 45% con respecto a la renta comunitaria, y Polonia está por debajo de esa media.
Frente a estas realidades amargas (pérdida de votos y de fondos), España puede adoptar dos actitudes: o bien se desentiende de Europa o bien interpreta estos retos como oportunidades. La primera actitud es mezquina. Después de haber estado recibiendo un dinero que ha servido para nuestro desarrollo, descubrimos que Europa no nos gusta cuando entramos en el grupo de cabeza. Además, esta actitud sería contradictoria con la posición de los sucesivos gobiernos que han apoyado sin fisuras la ampliación -bien es verdad que sin estudiar a fondo sus consecuencias-.
La segunda actitud es más inteligente. España debería hacer de la necesidad virtud y, mirando al futuro, asumir las variaciones inevitables que se vienen encima como oportunidades. Es cierto que la dinámica natural de las cosas llevará a una reducción del peso relativo del voto y de los fondos recibidos (lo que también afectará a otros países como Grecia, Italia o Portugal). Pero también es cierto que la competición debe ser un estímulo. Un país que ha sabido comprender esto es Irlanda, pues, tras partir de una renta muy inferior a la media comunitaria que le permitía recibir fondos, ha sobrepasado esa media y hoy se encuentra entre los países más ricos de la Unión.
En realidad, el verdadero reto en los años por venir no será de naturaleza aritmética. Parece obvio que los cambios señalados en el club europeo llevarán tarde o temprano a la creación de un directorio, tema tabú por el momento, o al establecimiento de un grupo de vanguardia. Paradójicamente, la ampliación conducirá a la profundización, porque es imposible pensar que una Unión de 25 miembros pueda funcionar eficazmente si se mantienen las estructuras actuales, en las que todos los Estados, grandes y pequeños, antiguos y nuevos, quieren mantener una presencia. En este nuevo ajuste continental, por muy diversas razones, España debería estar presente en cualquier directorio o grupo de vanguardia que se creara. Por este motivo, la cuestión clave es un posicionamiento sobre Europa que no se reduce a un cálculo numérico, sino a la capacidad de ejercer influencia política.
La presencia en el núcleo central de la Unión Europea permitirá participar en la toma de las grandes decisiones estratégicas, sea sobre el euro, el diseño de las instituciones comunes, los retos globales como el terrorismo o el medio ambiente, o sobre la política exterior, de seguridad y defensa de la Unión. El hecho de que, en medio de crisis políticas, esta última dimensión de la UE haya seguido desarrollándose con el respaldo de los ciudadanos muestra que el club europeo sigue avanzando a buen paso. La necesidad aprieta, y no sólo para España.
Martín Ortega Carcelén es investigador en el Instituto de Estudios de Seguridad de la UE en París.
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