Dos años entre las aves del paraíso
"¿Sabe por qué las llamaron así?", me interrogó el hombre de las exuberantes aves del paraíso mientras yo cobraba valor para hablarle de mi humilde petirrojo.
Brian K. McNab (Chicago, 1932), profesor de Zoología en la Universidad de Florida, especialista en la medición del gasto energético de los pájaros -un parámetro esencial para entender su evolución-, aguardó antes de dar él mismo la respuesta y durante su silencio el vacío salón del hotel Colón pareció llenarse de esas bellísimas criaturas aéreas adornadas con plumas radiantes e iridiscentes. "Las primeras aves del paraíso que llegaron a Europa en el siglo XVI, muertas, parecían no tener carne ni huesos, ni siquiera patas", explicó. "En seguida surgió la leyenda de que esos pájaros etéreos, todo plumas, eran seres superiores, procedentes del Edén, y que nunca se contaminaban con el contacto con la tierra, permaneciendo siempre en el cielo y alimentándose del néctar de los árboles de las especias y del rocío del firmamento". Por supuesto el mito de la divina ave ápoda era falso: los ejemplares de Paradisaeidae procedían de las islas Aru, en Nueva Guinea, y su estado insustancial se debía a la hábil preparación de que los habían hecho objeto, deshuesándolos, los papúes. "Son animales preciosos, pero puedo asegurarle que tienen patas, y muy fuertes", rió McNab, que ha convivido cerca de dos años con 13 de las 42 especies de ave del paraíso, en Papúa Nueva Guinea, estudiando su metabolismo. "Tienes que llevar guantes gruesos para que no te hieran con las garras. Durante el cortejo sexual el macho se cuelga boca abajo y tiene mucha fuerza en las patas para agarrarse a las ramas".
Brian McNab sabe mucho de pájaros y ha intimado con las aves más hermosas del mundo. También ha tratado con hienas y dragones de Komodo
Fue René Primevère Lesson, arrojado cirujano naval y naturalista de la fragata La Coquille, quien en 1823 descubrió el misterio del ave del paraíso. Luego, en 1854, el gran Alfred Russel Wallace exploró a fondo los "élficos reinos" de las extravagantes aves y, amén de preguntarse el sentido de su derroche de belleza, documentó su extrañísimo cortejo amoroso. "Es lo más interesante de ellas. Los machos establecen un lek, un territorio en el que hacen juntos su despliegue de cortejo; las hembras es como si fueran de tiendas: los miran y escogen al que tiene la actuación más ornamentada, el más bello. A menudo hacen falta varios años antes de que una hembra se te entregue". Me pareció que McNab suspiraba. El estudioso, que ha viajado a Barcelona para un ciclo de conferencias en el Museo de la Ciencia de la Fundación La Caixa, se refiere a las aves con una pasión digna de Stephen Maturin. Mi primer impulso al conocerlo había sido, para romper el hielo, hablarle de la vertiente ornitológica del conde Almásy, que observó durante sus exploraciones en el desierto la pequeña collalba negra de Brehm (Oenanthe leucopyga) y la identificó con la zarzur árabe, la legendaria ave de los oasis perdidos (al aventurero y piloto húngaro se le reconocen sus méritos aviarios en una comunicación presentada en el Congreso Internacional de Ornitología de 1958 en Helsinki y que obra en mi poder gracias al ornitólogo catalán José Luis Copete). McNab no me dejó ni empezar y se lanzó a una asombrosa disertación sobre el takahe (Porphyria mantelli), un ave gordezuela que ha perdido la capacidad de volar y que se parece mucho a la, con perdón, polla de agua. Nuestro hombre ha trabajado con una pareja de esos pájaros, entre cuyos parientes, me ilustró, se cuenta el feliz calamón de las islas inaccesibles, cuyo nombre ya vale por sí solo toda esta crónica.
McNab desbordó luego el mundo plumífero para relatar sus sensacionales aventuras con vampiros en Minas Gerais, con las extrañas hienas surafricanas comedoras de termitas (el aardwolfe o lobo de tierra) y entre los dragones de Komodo. Una vez, mientras estudiaba a estos varanos, tuvo un escalofriante encuentro con un ejemplar que resultó ser un acreditado devorador de hombres (se zampó a un turista alemán).
Finalmente, pude meter baza y le expuse a McNab mi problema ornitológico. Resulta que recientemente he trabado amistad con un petirrojo (Erithacus rubecula), uno de esos entrañables pajarillos que parecen salidos de un cuento para enternecer los corazones de los niños. Apareció en mi jardín del Montseny y se dedicó a observarme con curiosidad no exenta de cierta sorna mientras yo me obstinaba en arrancar un viejo tocón podrido inmerso en la épica de Raíces profundas. Estuve tentado de lanzarle el hacha en plan Uncas, pero recordé que Blake decía que atentar contra un petirrojo enfurece a todo el cielo y le arrojé en cambio unas miguitas de pan. Giró la cabeza en un gesto graciosísimo y se fue directo hacia a la magra pitanza. Su confianza me rindió y al poco ya estábamos los dos como si nos conociéramos de toda la vida. Decidí sellar nuestra amistad con unos regalos y adquirí un surtido de objetos para hacerle más fácil la supervivencia en el crudo invierno. Compré una modernísima casa de pájaros Schwester, un estupendo comedero Jacobi Jayne, una enorme bolsa de comida y hasta un reclamo (tsip, ttsissip) a fin de hacer más fluida nuestra comunicación. No me faltó más que montarle un lek. El resultado imprevisto fue que el pajarillo no ha vuelto a aparecer por casa. Su ausencia me entristece. Más aún porque mi amigo Evelio tiene -sin merecérselos- dos petirrojos en su propiedad.
McNab movió pensativo la cabeza ante la expansión sentimental del imprevisto colega. "¿Qué le está ofreciendo?" Pipas. "Ahí lo tiene: eso es comida para páridos; al petirrojo le ha de dar insectos, las larvas de escarabajo le parecerán apetitosas, sin duda". Aferré el consejo al vuelo como una valiosa moneda -no todos lo días te brinda uno un especialista en aves del paraíso que firma en Nature- y salí lleno de optimismo a la noche, que me envolvió, suave y lustrosa, como una inmensa capa de plumas.
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