Elogio del entusiasmo
Incomparable poder el del entusiasmo. Tenemos bien cerca la prueba: estos días pasados, la gente miró el calendario, recordó qué era preciso hacer en tales fechas, y se lanzó enardecida a comprar langostinos. El arrebato mutó días después, y se convirtió en pasión por las prendas de punto rebajadas. No hay aún estadística oficial del INE, pero es probable que el valor de lo gastado en tales cosas, euro arriba, euro abajo, supere lo imaginable. No hubiera ocurrido así de no haber movido al pueblo aquel impetus sacer que decían los romanos. Pues bien, si esa proeza del entusiasmo es notable, ¿qué cabrá pensar del hecho acontecido en Oviedo hace poco? Actuaba la celebrada pianista de Azerbaiyán, Bella Davidovich, y tan enorme fue su éxito que los ovetenses la premiaron, según un cronista, con "caudalosas ovaciones". ¿No es claro que entusiasmo tan descomunal, mayor aún que el que pone en su empuje el Orinoco, se adueñó de los oyentes, los cuales, al batir frenéticas y unánimes palmas, levantaron vendaval tan caudaloso, que el viento empujó tal vez a la señora Davidovich y a su piano hacia el fondo del escenario? Al menos, es lo que imagino desde que leí al enfático.
En el extremo contrario, es decir, en el de los comunicadores que aspiran a la minuciosidad suprema, de modo que no quede ni un átomo de misterio a los lectores, cabe situar al artista de la exactitud que, dando cuenta de un parto feliz, precisó que su resultado fue "una niña de género femenino". No creo que ello sea albarda sobre albarda, dado el caos sexual vigente: niñas que serán niños masculinos, niños hoy reparables que serán de género mujeril, mixtos variados que dan lugar a una humanidad de incalculable porvenir combinatorio, hacen que no sobre la precisión del esmerado informador. Bien por su entusiasmo puntilloso.
Parece que todo esto guarda estrecha relación con la inclinación proveniente de Adán y Eva al ayuntamiento entre mujeres y hombres, y otras variantes, acción que, por lo fino y a la francesa, puede llamarse en la riquísima lengua castellana hacer el amor. Ya nos habíamos hecho a esta expresión, perfectamente espiritual si se compara con lo silvestre de nuestros sinónimos. Evoca la emoción placentera y entusiasta que impulsa a las criaturas a erigir, a edificar aquello que la gentilidad elevó a la categoría de dios. Así de a gusto andábamos con hacer el amor, cuando he aquí que, atravesando el Atlántico Norte, nos llega una fórmula más eficiente y noblemente prosaica para aludir a lo mismo. Es practicar el sexo, con lo cual se equipara este vital ejercicio con otros tan fundamentales como practicar el francés o la bandurria o el "windsurfing". Sugiere además la posibilidad de dedicarse a eso solo, con grados de aplicación diversos que van desde el más inocente "amateurisme" a la capacidad encestadora de los Lakers. Dicho de esa manera, todo parece fabril, como en cadena de montaje, sin espacio para la casual y gozosa y hasta demorada intervención del azar. Hurga por nuestra lengua esa expresión inglesa desde hace unos treinta años, y se la reparten casi por igual periodistas y sexólogos. A pesar de ello, la natalidad no ha aumentado, lo cual es extraño dada la facilidad que da el estimulante anglicismo.
Pero la fiereza selvática del entusiasmo es tal que está desahuciando a significados de sangre limpia en nuestra lengua. Eso ocurre con el adjetivo discriminatorio, tal como se emplea en este informe de prensa según el cual un político catalán "recordó que el Estatuto de Autonomía y la Ley de Normalización Lingüística exigen que haya medidas discriminatorias positivas a favor de la lengua catalana, en sectores tan concretos como los medios de comunicación, y el uso social de la lengua". No es sorprendente que el adjetivo galicista discriminatorio sea de introducción muy tardía en castellano -vía Argentina y Colombia-: se documenta en Francia hacia 1950, y en nuestro Diccionario no aparece hasta 1970; en cuanto a discriminación, entró antes, en 1925, pero con localización en aquellos países, y con la acepción de "separar, distinguir, diferenciar una cosa de otra", que era aproximadamente la francesa desde que esta lengua la adoptó del latín hacia 1870. Y hasta 1956, la Academia no le quitó la marca geográfica, dando por hecho que el término se había extendido ya por todo el idioma. Pero de aquella significación gala, que se empleaba allí en el lenguaje docto, se adueñó pronto el vulgo vecino para aludir al "trato de inferioridad a una persona o colectividad por motivos raciales, religiosos, políticos, etc.", tal como explicó la Academia en 1970 cuando acogió esta nueva acepción francesa. Había triunfado en todos los confines del idioma (sin que llegara a desaparecer la primera entre los más cultos; así, cuando el gran Lafuente Ferrari considera imposible discriminar qué manos intervinieron en un cuadro). Sin embargo, cuando hoy se habla de discriminación, se entiende que a alguien o a algo se les está haciendo la puñeta por el mero hecho de existir. Pero, al fin, advino el inglés con su pragmatismo salvador; por supuesto, había importado, como el español, las dos acepciones francesas, pero dio con otra: la de `trato diferente´. Y como este puede ser no sólo desfavorable sino propicio, hubo necesidad de distinguir entre la positive discrimination y la que, a secas, es desfavorable. Mucho más lógica, aunque bastante tonta, es la expresión que, también en inglés alterna con ella: reverse discrimination, algo así como `discriminación al revés´. Pero se extendió por el español la discriminación positiva, y el Diccionario académico ni alzó una ceja al hacerle un hueco en sus columnas. Fue otra prueba del entusiasmo que el infolio pone en engordar la lengua.
Y ¿cómo olvidar al especialista en deportes que, durante el verano, dijo de los ciclistas del Tour que iban en fila indiana? ¿Y a este perito de ahora, que, al dar cuenta de su análisis acerca del tiempo que han durado en sus puestos quienes han dirigido al Real Madrid hacia su gloria, concluye que "Vicente del Bosque es el segundo entrenador más longevo del Madrid"? Nadie dudará de que esos adjetivos resultan de un arrebatado esfuerzo por hacer que el idioma sea, por lo menos, digno de Ynduráin y del Real.
Fervor no menos encomiable por él es el del político que, en la feroz rebatiña que los absorbe, ha decidido, según la prensa, "propugnarse para el cargo", de seguro pingüe. Y, a causa de ello, arrebatado por su afán de servir al común, vence lo imposible -¿él o el periodista?- haciendo reflexivo el verbo propugnar, que significa `defender, amparar´, y enriqueciendo su pobre significado con el de postular: lo que el aspirante a patricio quiere es postularse, pero dice o le hacen decir propugnarse, y quien sea se queda tan pancho como un Creso del idioma.
Fernando Lázaro Carreter es miembro de la Real Academia Española.
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