Tontos terrores de cartón piedra
Sharon Stone y Dennis Quaid han demostrado sobradamente que se saben su oficio incluso en los aspectos en que esta su sabiduría se torna astucia, mala manera de hacer que parezcan bien hechas las cosas que lo están mal. Pero en La casa ambos veteranos, curtidos en miles de planos mentirosos hábilmente fingidos por ellos como veraces, parecen haberse olvidado en casa el almacén de las tretas y actúan desprotegidos, sin cosmética, con una ingenuidad sorprendente. Y esto es indicio de que, mal orientados por el director, se creían lo que estaban haciendo, y eso es lo malo, porque lo que hacen Stone y Quaid en La casa es del todo increíble.
Las reglas del terror tienen en el cine sus leyes, duras leyes, de credibilidad, pero en La casa da la impresión de que el afamado director del caso, Mike Figgis, no se las sabe bien o ha creído que podía jugar arbitrariamente con ellas, obviamente sin éxito. Y arbitrario es combinar drama realista pueblerino, drama de familia, melodrama a la antigua, thriller más o menos ortodoxo, cine de sustos, inesperados toques de barraca de terrores góticos, historia de las llamadas de psychokiller y, por supuesto, ecos y reminiscencias de Hitchcock por todas partes menos por una, la pantalla.
LA CASA
Dirección: Mike Figgis. Intérpretes: Sharon Stone, Dennis Quaid, Stephen Dorff, Juliette Lewis. Género: terror, Estados Unidos / Canadá, 2003. Duración: 120 minutos.
Se adivina, con sólo enunciar este aparatoso cruce de géneros, el barullo narrativo a que conduce. Figgis comienza con buen pulso, sostiene bien un rato la película, y ésta funciona hasta la fuga de Nueva York y la llegada a la casa que alude el título, que es donde hay gatos encerrados y donde Figgis se va extraviando poco a poco como una caperucita. Al otras veces buen realizador de dramas veristas, como Living Las Vegas, se le dan mejor otras truculencias más veristas y cotidianas que las que urde alrededor de esta vieja casona de los alrededores de Nueva York donde Sharon Stone acaba de perder otra -y ya van muchas, demasiadas- parte de su viejo caudal de credibilidad.
No funciona este ejercicio de terrores en conserva; y gracias a Juliette Lewis, que le echa un poco de pimienta al negocio, éste no es una ruina total. Figgis, que hasta la media hora no sabe por dónde tirar, hacia la mitad del filme se decide a ir al grano e imitar terrores antiguos, y es aquí donde los ecos de Hitchcock asoman y todos apestan a torpeza: burdas maneras de poner en vilo a un público que no acaba de asustarse después de tanta invitación al grito. Sharon Stone se gana el sueldo dando chillidos, y Dennis Quaid, pura y simplemente, no se lo gana.
Babelia
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