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La reforma del Estatuto vasco

Prueba de que mengua la libertad informativa del país, y no sólo por culpa del PP, es que el proyecto de Estatuto político de la comunidad de Euskadi es un tabú intocable si no es para atacarlo radicalmente sin admitir la menor discusión. Se da por hecho que todo buen español ha de estar en contra aunque no lo haya leído y su publicación en un diario atento y responsable queda envuelta pronto por una constante nube negra de improperios. Los políticos consideran incorrecto no aprovechar la ocasión para rechazarlo, con la excusa de que andan interesados en sus propias reformas estatutarias o en el conjunto de un nuevo sistema autonómico. Los constitucionalistas consultados por la prensa aportan su autoridad a tal rechazo basándose en supuestas afrentas a la Constitución que negarían la soberanía del pueblo español y la unidad de España, razones que conducen a no tomarlo ni en consideración. Que todo ello implique un gran colapso político sin solución no mueve a nadie, por lo visto, a buscar fórmulas jurídicas que lo desbloqueen, y es difícil hacerlo, claro está, si se parte de una lectura con inconscientes anteojeras de un "patriotismo constitucional" que enturbia sin querer un saber técnico que siempre he admirado en sus portadores. Aun a riesgo de incorrección política y por puro respeto a lo que dicen los textos jurídicos, como instrumento de paz y convivencia, osaré discrepar y proponer otra lectura por si incita a romper el tabú que hace imposible un debate hacia futuros acuerdos.

Basta leer sin prejuicios el preámbulo del proyecto de nuevo Estatuto para comprobar por su texto que proclamar el derecho del Pueblo Vasco a decidir su futuro (autodeterminación) no implica soberanía (si se tuviese, no se invocaría tal derecho) ni niega la del pueblo español. El proyecto de Estatuto catalán de 1931 ya lo invocó, pese a ser un texto federalista, y en el vasco se identifica con el de los ciudadanos españoles en territorio euskaldun (y no con un pueblo vasco abstracto y místico), cuya decisión es la que cuenta. El primer artículo de la Constitución se refiere a una soberanía nacional que tampoco reside en un pueblo español así considerado, sino en los ciudadanos, únicos soberanos cuando son electores o refrendan normas y que así deciden su futuro y se autodeterminan. El pueblo vasco, cuando decide, contribuye a esa soberanía común y no la niega. Por otro lado, el artículo 2 de la norma suprema, al hablar de la "indisoluble unidad de la nación española", no se refiere a una noción histórico-social, sino jurídica, equivalente a ese Estado de ciudadanos soberanos cuya unidad es obvia como la de todo Estado y que se estructura, como dice la Constitución, de forma federante o asociativa entre sus nacionalidades y regiones, a las que reconoce un derecho de autogobierno que no podría ser reconocido si no preexistiera de algún modo. La "libre asociación" que propugna el Gobierno vasco no implica forzosamente un Estado propio que pretende asociarse con el actual desde fuera para crear una confederación de dos. Analizado el conjunto de relaciones que describe el proyecto, nada tienen que ver con unas soberanías diferenciadas y plenas que se aliarían para fines externos compartidos (que eso es confederarse). El término asociación es aquí intercambiable por los de vinculación, unión (el Reino Unido o EE UU) o federación (Alemania, Rusia), que, según el preámbulo citado, es "compatible con las posibilidades de desarrollo de un Estado compuesto", compatibilidad que niega de nuevo la secesión. Es cierto que el artículo 13 del proyecto reproduce, para una hipotética, futura e indeterminada voluntad secesionista, las condiciones que el Tribunal Supremo canadiense ha puesto a un

referéndum sobre la misma, pero es un texto sin contenido jurídico que no invalida el proyecto presente y que se suprimirá con cierta facilidad ante el previsible rechazo de las Cortes.

En realidad, lo que pretende el nuevo Estatuto es algo semejante al estatus que ya tiene Navarra desde 1841 y que hasta Franco respetó, basado hoy en la disposición constitucional que permite la actualización general del régimen foral, tanto navarro como vasco. Navarra se halla federada al Estado español no como una comunidad autónoma constituida al amparo de los mismos artículos que el resto de ellas, pero sí con las mismas competencias y posibilidad de su ampliación mediante la reforma estatutaria en el marco procedimental que la Constitución prescribe hoy.

Tal reforma no puede tacharse de inconstitucional porque implique algunos cambios en la norma suprema, pues igual que ésta no pone límites al contenido material de su reforma, tampoco los estatutos que derivan de dicha norma los tienen. Serán las Cortes las que juzgarán si, para aceptar las propuestas del Parlamento vasco, es preciso alguna reforma constitucional. Por eso ningún órgano del Estado puede impugnarlas ante el Tribunal Constitucional hasta que las Cortes aprueben y los electores soberanos del territorio interesado ratifiquen la ley orgánica reformadora. Menos aún puede dicho tribunal impedir el debate parlamentario en Vitoria suspendiendo su tramitación.

El articulado del proyecto es un conjunto de propuestas generales desiderativas, abiertas a cambios, en su mayoría acordes con la Constitución, que exigirían escasas reformas de ésta y por sí mismas deseables y atendibles mediante múltiples fórmulas jurídicas de menor rango. Incluso el contenido competencial, muy amplio, puede alcanzarse sin reforma del artículo 149,1 CE, merced a la transferencia o delegación estatal que prevé el artículo 150.2. Por tanto, una vez leído sine ira et studio el tan demonizado y criminalizado plan Ibarretxe, asombra la precipitada, superficial y partidista lectura que se hace de él y comprendo el provecho que el PP espera extraer tanto de ella como de su propia demagogia electoral, nutrida de sus bien demostradas incultura jurídica y mala fe política. Es imprescindible y urgente un diálogo en términos de Derecho entre quienes proponen desarrollar el actual Estatuto y los que apoyan el proyecto comentado, ya que no están tan distanciadas sus propuestas ni son tan grandes los obstáculos jurídicos que impidan una aproximación leal.

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J. A. González Casanova es profesor de Derecho Constitucional de la UB.

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