Montesquieu y el nuevo impulso autonómico
Reflexionando sobre la experiencia parlamentaria inglesa del siglo XVIII, Montesquieu escribió El Espíritu de las Leyes. Ahí formuló su teoría clave de la división de poderes, sobre la que se ha construido la democracia moderna. Para el Barón de Secondat, cada función capital del Estado (legislativa, ejecutiva y judicial), ha de tener un titular distinto. Estos poderes, a su vez, han de relacionarse mediante controles, vetos y contrapesos. El objetivo de todo ello es muy claro, la vigencia de la libertad, cuyo peor enemigo es el poder, según Montesquieu.
Varios siglos después, en la Constitución Española -y en todos los Estados federales o regionalizados- a esa clásica separación de poderes horinzontal, se ha añadido una vertical: la división entre los poderes del Estado central (Estado en sentido estricto) y los de las Comunidades Autónomas.
Tan importante es la división horizontal como la vertical. Nuestro Estado Democrático es, simultáneamente, Estado Autonómico. Son dos naturalezas indisociables. Así lo vieron los constituyentes: en la España plural no habría verdaderamente democracia si no existiera autogobierno para las nacionalidades históricas y para las regiones. Algo que a la derecha española le costó, y aún le cuesta, aceptar y entender.
Los 25 años de democracia han sido, así, 25 años de desarrollo de una primera descentralización, la que ha expropiado competencias del Estado para trasladarlas a las CC. AA. Sin embargo, y aquí está el problema constitucional de fondo hoy, aún no se ha transformado el propio Estado y Administración central, lo cual es absolutamente imprescindible para consolidar y coordinar la compleja multiplicidad de poderes que una democracia moderna descentralizada tiene.
Lo que quiero decir es que los poderes de Montesquieu, el ejecutivo, el legislativo y el judicial -sobre todo los dos primeros- han perdido competencias y se las han dado a las nacionalidades y regiones, pero no han sido capaces de cambiar en su propia configuración. Es decir, siguen siendo como en el Estado centralista, como un mundo aparte, que no se relaciona con las Comunidades Autónomas, ni éstas influyen en el Estado.
Precisamente esto es lo que hay que hacer en los próximos años en España, adaptar los poderes del Estado central a la dinámica de un Estado de las Autonomías, las cuales eran inexistentes cuando la Constitución las concibió sin saber muy bien qué iba a pasar, y que en la actualidad son verdaderos poderes públicos.
Esto, que podríamos llamar "segundo impulso autonómico", es la propuesta central del PSOE en su modelo de Estado. No es sino ejecutar, 25 años después, lo que la propia Constitución ya dijo y dice, por cierto, contra la opinión alocada e insolvente del portavoz del Gobierno, que se ha convertido en un experto en decir disparates sin venir a cuento tras los Consejos de Ministros.
La Constitución dice que el Senado es la Cámara de representación territorial. Sin embargo, el actual Senado no sirve para hacer de vehículo de la voluntad de las nacionalidades y regiones en la creación de la ley estatal, que es la función de las segundas Cámaras en los sistemas federalizados. Por eso, el PSOE propone una reforma constitucional para adecuar el Senado a la realidad -ya existente- de 17 Comunidades Autónomas.
Lo mismo que con el Poder Legislativo sucede con el Poder Judicial, que es en el que me quiero centrar. Con el fin de hacer un Poder Judicial adecuado al Estado autonómico, la Constitución creó una instancia judicial nueva, inédita en nuestra historia procesal, los Tribunales Superiores de Justicia. Una instancia situada entre el Tribunal Supremo y las Audiencias Provinciales. Sin embargo, lo que dice la Constitución de tales Tribunales Superiores de Justicia no se ha cumplido y, por sus declaraciones, habrá que concluir que, si gobierna el señor Rajoy, no se cumplirá.
El artículo 152.1 de la Constitución española dice:
"(...) Un Tribunal Superior de Justicia, sin perjuicio de la jurisdicción que corresponde al Tribunal Supremo, culminará la organización judicial en el ámbito territorial de la Comunidad Autónoma (...). Las sucesivas instancias procesales, en su caso, se agotarán ante órganos judiciales radicados en el mismo territorio de la Comunidad Autónoma en que esté el órgano competente en primera instancia".
Exactamente eso que dice la Constitución Española es lo que repite literalmente -y nada más que eso- el Documento Marco del Programa del PSOE que se debatirá el próximo día 17 en su conferencia política. La propuesta socialista es coherente con el origen constitucional del Poder Judicial en España y, antes, en la Revolución Francesa.
El Poder Judicial es un poder difuso, que tiene que estar cerca del justiciable. Es lo que se conoce como principio del juez natural. Por esa razón, en la Constitución de Cádiz de 1812 su artículo 262 -en iguales términos a la Constitución Española actual- decía que todas las causas civiles y penales (entonces no existía ni lo contencioso-administrativo, ni lo laboral) debían agotarse "dentro del término de cada Audiencia".
¿Qué se le deja al Tribunal Supremo? La misma Constitución de 1812, en su artículo 261, le atribuía lo que llamaba "recurso de nulidad", un recurso muy limitado contra las sentencias de las Audiencias Territoriales "si fuesen contrarias a la ley clara y terminante", y asimismo en supuestos de vulneraciones procesales manifiestas. Lo que hizo la Constitución de 1812 fue, sencillamente, asumir la institución de los tribunales de casación napoleónicos.
Quizá convenga recordar que el antecedente de tales tribunales de casación -que son tribunales claramente extraordinarios- está en el llamado "référé législatif" de la Asamblea Nacional francesa revolucionaria. El constituyente francés temía el boicot reaccionario de los tribunales del antiguo régimen -los llamados equívocamente "parlements"- y creó en el interior de la Asamblea legislativa un órgano para defender la ley democrática frente a la interpretación malévola y fraudulenta que pudieran hacer los viejos tribunales reales. Naturalmente, el paso posterior fue dar esa competencia controladora, típicamente jurisdiccional, a un tribunal de nuevo cuño, centralizado, el Tribunal de Casación. Su función exclusiva no era tanto administrar justicia como defender la ley aprobada por el Parlamento democrático. Para ello, tenía la potestad de anular -de "romper", de "casar"- una sentencia del tribunal territorial inferior.Ése es el modelo que importará España, y todo el derecho continental liberal (no así el británico del Rule of Law) en el siglo XIX y que llega, hasta hoy, aunque deformado. Efectivamente, durante el siglo XX, y particularmente en el franquismo, los excesos centralistas y la preocupación de los Ejecutivos por controlar el Poder Judicial llevan a inflar las competencias del Tribunal Supremo, tribunal central por excelencia, convirtiéndolo en lo que todavía es hoy en buena medida: una tercera instancia. Un tribunal colapsado por cerca de 50.000 asuntos, y desarrollando funciones que tienen a veces poco que ver con el citado origen histórico. Con lo anterior es con lo que rompe la Constitución Española creando los Tribunales Superiores de Justicia, que por eso agotan los procedimientos en cada Comunidad Autónoma. Esto, en realidad, es una tendencia ya iniciada. Sucede en lo laboral y en lo contencioso-administrativo. En ambos hay una doble instancia previa ordinaria que acaba en los Tribunales Superiores de Justicia, y luego hay casación ante el Tribunal Supremo, aunque aún excesiva en el orden contencioso. En cuanto a lo Penal, la recentísima reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial de diciembre de 2003 establece también aquí la doble instancia: Audiencias Provinciales y Tribunales Superiores de Justicia, cumpliendo así la sentencia condenatoria del Estado español dictada por el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos. Sólo queda, pues, implantar el mandato constitucional en lo civil, para que en los Tribunales Superiores de Justicia se agoten también los litigios civiles. Así que la propuesta socialista, vituperada por el Partido Popular, no sólo no es inconstitucional, sino que precisamente pretende hacer cumplir el artículo 152.1 de la Constitución, que hasta ahora no se ha aplicado en su integridad, porque los Tribunales Superiores de Justicia, en lo civil y lo penal sobre todo, no han existido. Se trata, por otra parte, de descargar al Tribunal Supremo de un trabajo innecesario, y de que las sentencias que hoy tardan ocho, nueve o diez años se puedan fallar en dos. Por todo eso, el PSOE propone que los Tribunales Superiores de Justicia sean la segunda instancia y el punto final en que se agoten los litigios de todos los órdenes (civil, penal, laboral y contencioso-administrativo) -salvo excepciones muy tasadas (competencias de la Audiencia Nacional)- y que el Tribunal Supremo sea sólo un Tribunal de Casación. El Tribunal Supremo tiene y tendrá la potestad de anular -de 'casar'- las sentencias de los Tribunales Superiores de Justicia que contradigan la doctrina general establecida por el alto Tribunal, asegurando la interpretación unificada de la ley estatal y de la ley europea (principio de igualdad de los ciudadanos ante la ley). Los Tribunales Superiores de Justicia podrán ser tribunales de casación para el derecho autonómico. En este supuesto, sus sentencias no tienen por qué ser revisadas por el Tribunal Supremo, salvo si violaran la Constitución, la ley del Estado o la ley europea. Conviene puntualizar, por último, que los Tribunales Superiores de Justicia no son una criatura autonómica, ni de influencia de la política autonómica. Son tribunales del Estado, cuyos integrantes son designados por el Consejo General del Poder Judicial. Nada que ver con el Plan Ibarretxe, que plantea un Poder Judicial propio para el País Vasco. De ahí lo incomprensible del ataque furibundo de Rajoy y de la cúpula del PP contra tales tribunales. Sería bueno que Rajoy tuviese el valor de debatir sobre los Tribunales Superiores de Justicia y el modelo de Estado con miembros del Partido Socialista ante las cámaras de televisión y ante los micrófonos de la radio. No tendría que haber problemas si tan seguro está de que el PSOE quiere quebrar la unidad de España. Pero no lo hará. No sabría qué decir. El PP actúa con la impunidad de quien sabe que sus frases demagógicas de brocha gorda sobre España, y sus descalificaciones de propuestas tan rigurosas y sensatas como las expuestas, van a ser repetidas machaconamente por TVE, Radio Nacional y toda la corte mediática que domina y usurpa el Gobierno. Pero si algo es la democracia es la discusión pública, porque ése es el derecho de los ciudadanos que van a decidir quién gobernará España los próximos cuatro años.
Diego López Garrido es diputado y redactor ponente del eje sobre Estado y Democracia del Programa Electoral 2004 del PSOE.
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