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IDA y VUELTA
Columna
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La sombra de Tàpies

Los primeros pasos del pacto tripartito han provocado una lógica expectación. Las decisiones políticas ya han sido analizadas por los expertos y han causado cierta inquietud los nombramientos de hermanos de destacados políticos (Maragall, Nadal, Carod, Benach) como asesores o cargos de la nueva Administración. Hay quien hace paralelismos con el caso Juan Guerra y advierte de los peligros del nepotismo, bien o mal entendido. Otros, en cambio, prefieren interpretarlo como una prueba de apoyo a la empresa familiar (¿serviría de algo obligar a que todos los políticos fueran hijos únicos?). Las imágenes del nuevo Gobierno también tienen su miga. Me gustó especialmente la de Carod-Rovira visitando al primer catalán del año. Es una tradición parecida al lote navideño, un ejercicio de paternalismo oficial que, a estas alturas, no tiene ningún sentido, pero que el nuevo Gobierno parece haber heredado con dócil complacencia. A mí, la verdad, me parecería más útil y práctico visitar a los familiares del primer catalán fallecido que a los del primer recién nacido, por muy catalán que sea.

Pero la imagen que más me ha preocupado es una fotografía del Gobierno reunido en la sala del Palau de la Generalitat habilitada para estos trascendentales menesteres. Reparé en el impresionante cuadro mural de Antoni Tàpies que, desde tiempos inmemoriales, preside estos encuentros. Nunca hasta ahora había relacionado el cuadro con la política de mi país, aunque si lo hiciéramos quizá empezaríamos a comprender algunas cosas. Me fijé en ciertos detalles del cuadro con la predisposición y curiosidad de un arqueólogo fascinado por una tabla escrita en una lejana y reveladora lengua muerta. En la parte izquierda del mural desde el punto de vista del espectador, hay una enorme jota rodeada por dos cruces o, si uno tiene el día positivo, dos signos más. Y a la derecha, una P de considerable tamaño seguida de un, deduzco, número III romano. Además, en la parte inferior izquierda, hay una especie de dentadura suelta, probablemente postiza.

Interpretar el arte abstracto como si de un jeroglífico se tratara es un ejercicio peligroso. Pero, al mismo tiempo, sus creadores suelen dejar abierta esa posibilidad para que los neófitos deduzcamos e imaginemos, sobre todo cuando perciben que somos un caso perdido, incapaces de comprender todos los matices (espirituales, filosóficos, referenciales) de su obra. En este sentido, el cuadro de Tàpies es un prodigio de previsión unitaria y de profecía versátil. Mientras mandaba Pujol, la J y la P podían pasar perfectamente por las iniciales del presidente, lo cual le llenaría, seguro, de satisfacción. Cuando Artur Mas fue ascendido a la categoría de sucesor, las cruces adquirieron rango de signo de suma y, por consiguiente, podían sugerir que, a la sombra de JP, se fraguaba una esperanzadora renovación de futuro. Con el cambio propiciado por las últimas elecciones, no obstante, este mismo paisaje conceptual podría haber quedado obsoleto y alguien, hermano o no, podría haber sugerido que se sustituyera el cuadro de Tàpies por, pongamos, un póster de Les tres bessones o uno del Barça. No será necesario: ahí está la P mayúscula de la derecha, perfectamente reconvertible en ex P de Pujol a actualizada P de Pasqual. Y el III en números romanos, que deja bien claro que Maragall nunca podrá olvidar sus condicionamientos tripartitos (con el rebozado romano como referencia biográfica). Queda por saber qué demonios significa la dentadura. ¿Será una metáfora del poder devorador de la política?

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