Cosas de aficionado
Para glosar los talentos y la personalidad de Francisco Rico, nada más adecuado, se diría, que espigar las palabras que él mismo dedica a algunos de sus maestros. Así, por ejemplo, de su sorprendente sabiduría valdría decir que, como la de Jorge Guillén, "reside en una actitud crítica que traduce las observaciones técnicas y las intuiciones personales al idioma de la sensatez y la verificabilidad". Y para encomiar "la elegancia y la nitidez de su prosa", bastaría con señalar que, como la de Eugenio Asensio, parece siempre "ajustada para sugerir los matices más finos de las cuestiones que enfrenta con ancha perspectiva de conjunto".
Éstos y otros muchos reconocimientos podrían irse trenzando en una serie de florituras que, aun ciñéndose a verdad, terminarían por urdir una de esas guirnaldas laudatorias que confieren al homenajeado un cierto aire grotescamente archimboldiano: toda su fisonomía reconstruida con sus más escogidas frutas y hortalizas. Y no es el caso, al menos en esta ocasión no es el caso, por mucho que la huerta de Francisco Rico sea pródiga en frutas y hortalizas de lo más granado.
LOS DISCURSOS DEL GUSTO. Notas sobre clásicos y contemporáneos
Francisco Rico
Destino. Barcelona, 2003
320 páginas. 19,25 euros
No. Esta vez a Francisco Rico hay que ir a buscarlo fuera de su huerta, adentrado como anda en asilvestrados alrededores y lejanías de sus predios. En Los discursos del gusto ha reunido el profesor Rico buena parte de "los textos que en los últimos años he escrito para públicos en principio distintos de los especialistas a quienes normalmente se dirige mi quehacer de filólogo e historiador". Se trata de piezas mayormente de ocasión, en las que "están representados los géneros previsibles: el artículo, la reseña y la columna de suplemento o revista literaria, el ensayito, el prólogo...". A ellos se añaden algunos discursos propiamente dichos, más un puñado de bromas y caprichos, algunos admirables ejercicios de esgrima... ah, y una gavilla de "trozos rimados", principalmente décimas, que dan testimonio y cuenta de la nada secreta afición de Rico por esta "provechosa gimnasia intelectual", que con buen criterio opina que "no debiera dejarse exclusivamente en las manos con frecuencia inexpertas de los poetas".
Lo de "discursos del gusto" es cita proclamada de Garcilaso de la Vega. Más exactamente, de su Epístola a Boscán, emocionante profesión de amistad que imprime el tono a varias de las piezas aquí reunidas. Los versos de Garcilaso se refieren, de hecho, a cómo se complace el poeta en ejercitar el "discurso del gusto y del ingenio". Y hay que decir que, de hecho, el ingenio compite con el gusto por el protagonismo de estas páginas, ocurriendo no pocas veces que sea él el que se lleve la parte del león. Las más veces, sin embargo, es el gusto, armado sólo de pasión, el que defiende por sí mismo sus razones, barriendo con la pretensión aquella de que sobre gustos no hay disputas.
Vaya si las hay. Búsquense
si no entre los mejores pasajes de este libro, que con acierto describe su autor como "aleatorio y caprichoso" diario de lecturas, sí, pero también como beligerante "diario de operaciones", testimonio de "la pequeña campaña" que en los últimos decenios viene Rico desplegando "a favor de un cierto modo de entender y gustar la literatura".
Este "cierto modo de entender y gustar la literatura" se afinca en la convicción de que la literatura no tiene esencia alguna. La literatura, según Rico, "está en la historia, está en la convención que la determina", está en "la contraseña" que en cada momento la identifica como tal, a tal punto que no cabe decir mejor cosa que "la literatura es la historia de la literatura, como pasa con tantas otras actividades humanas que no tienen naturaleza, sino historia".
Es por esta vía que adquiere toda su carga el peso que Rico concede al gusto como principio regulador del hecho literario. Pues, como dice por algún lado, ¿por qué la literatura iba a ser juzgada con independencia de los gustos, las inclinaciones, las inquietudes personales? "¿Qué extraño privilegio sería el de un acto de lenguaje que hubiera de ser aprobado por las buenas, sin relación con los pensamientos y los sentimientos del receptor?".
A nadie se le oculta la dinamita que -como un preparado de nitroglicerina, necesitado de los más prudentes manejos- contienen tales interrogantes. Pese a lo cual, a Francisco Rico le encanta agitarlos temerariamente y sugerir ideas tan explosivas como la de que las canciones de Jarabe de Palo, la teleserie Médico de familia y los "esqueches" de Martes y Trece son productos en definitiva homologables a las jarchas mozárabes y al Cantar de Mio Cid.
"Nuestra literatura", denuncia Rico, "es tan ancha como para acoger obras que en su día eran puramente orales y radicalmente ajenas a la alta cultura, y tan estrecha como para rechazar otras que en el nuestro tienen exactamente el mismo carácter y cumplen justamente la misma función".
Una afirmación esta última discutible donde las haya, como al mismo Rico no puede dejar de ocultársele, y que debe ser leída, en cualquier caso, como una más entre las reiteradas pullas que, sin demasiados miramientos, Rico dirige contra las arrogancias y los excesos de la crítica, hacia la que profesa una suspicacia que a menudo se resuelve en desdén.
Pese a lo cual, en este libro lucen con brillo particular los textos en los que Rico hace gala de su excepcional talento como crítico, ya se trate de autores "clásicos", ya de aquellos otros, rigurosamente contemporáneos, cuyo comentario alientan y sostienen pasiones de mayor calado que la cortesía (como es el caso, muy particularmente, de Juan Benet). Y tienen el sello de la gran crítica -da igual desde dónde se legitime- los momentos en que Rico se dedica a reflexionar, con impresionante perspicacia, sobre los rasgos característicos de este y aquel género, muy en especial la novela, cuyas paradojas se ha ocupado Rico en desentrañar espléndidamente, observando cuánto contribuyó a imponer en su momento "la suprema fantasía del realismo".
Rico abomina de lo que él llama "la pose científica"; niega que la historia sea una ciencia, y en consecuencia estima que "la actitud personal", al tiempo que relativiza lo que se diga, ayuda a valorarlo. Por ahí se le ve cabalgar atrevidamente por senderos a cuyo costado se abre el abismo que en sí mismo constituye el principio de opinabilidad, que tantas veces concede tribuna a la estupidez y a la ignorancia. Cuando en su camino se interpone una u otra, los enconos de Rico, olvidado de magnánimos relativismos, son estupendos. Y dan lugar a regocijantes y sonadas collejas, como las que propina, por ejemplo, al disparatado diseño de una revista supuestamente glamourosa (Matador), a la inconsecuente Ortografía de la Academia, o a ciertas imprudentes puntualizaciones hechas en su día por Andrés Trapiello en torno al Quijote.
Frente a la implacable autoridad que ostenta en estos pasos, desentona la indulgente condescendencia que Rico emplea en otros bretes (como esa caracterización de conjunto de la nueva literatura española que trazó para este periódico en 1991, donde urde con habilidad algunos tópicos detestables que por aquel entonces prosperaron). Pero aun en tales ocasiones, incluso puede que sobre todo en ellas, las más peregrinas, se deja ver siempre esa actitud aventurera con la que Francisco Rico, sin falsa humildad, reclama para sí el título de "aficionado".
"Yo me siento un aficionado", declara, "como juzgo que lo es mi maestro De Riquer, y no creo que nadie haya hecho nada de valor sin ser un aficionado, es decir, con pasión, por gusto o por capricho, por diversión, dejándose llevar por el tema o por el interés que uno le pone, libremente".
Ahí está la clave que confiere su más íntima unidad a los textos aquí reunidos: en esa forma que Francisco Rico tiene de divertirse siempre con lo que hace, contagiando a la escritura su propio goce. Un goce que, sin perjuicio del rigor y del conocimiento, no es otro que el que deriva de la aventura siempre admirable de la inteligencia.
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