20 años no es un día
Hace unos días se celebró en el magnífico salón de actos de la Facultad de Derecho de Buenos Aires, enorme espacio propio del gigantismo arquitectónico de los años cuarenta, un acto conmemorativo de los 20 años del retorno democrático a la República Argentina. Allí estuvimos los ex presidentes Raúl Alfonsín, Patricio Aylwin, de Chile; José Sarney, de Brasil, y quien escribe, de Uruguay (como quien dice "los sobrevivientes" de la transición), tratando de mirar en perspectiva ese lapso y proyectarlo sobre la realidad de nuestra democracia actual.
Mucha agua ha pasado bajo los puentes desde aquel caluroso 10 de diciembre de 1983 en que Alfonsín recibió el poder de unas Fuerzas Armadas argentinas desmoralizadas luego de su triste derrota de 1982 en la aventura bélica de las islas Malvinas. Ya había retornado el ejercicio democrático en Perú a raíz de la victoria del APRA, con Alan García como presidente, y poco más tarde, noviembre de 1984, le correspondería a Uruguay. La mayor sorpresa fue el camino brasileño, una obra de ingeniería política muy propia del país del jeitinho, pues en unas elecciones indirectas en que todo parecía armado para que las corrientes cercanas al oficialismo eligieran el primer presidente civil, sorpresivamente, un acuerdo entre Tancredo Neves y José Sarney desplaza la posibilidad del acceso de un Maluf que venía bendecido por los militares.
Esta primera oleada de los años 80 no respondió, sin embargo, a un esquema rígido de salida. En Argentina hubo un derrumbe militar y los partidos irrumpieron prácticamente sin negociar con un régimen que se evaporaba. En Uruguay se dio una larga y trabajosa negociación a partir de que, en 1980, el Gobierno militar perdiera el plebiscito en que pretendía convalidar una Constitución de transición que abría el espacio a una democracia restringida que el pueblo no aceptó. En Brasil, como señalamos, el cambio se produjo adentro de las mismas reglas diseñadas por la dictadura.
Tampoco fue parecida la evolución posterior. En lo militar, Argentina vivió zozobras permanentes, con sublevaciones y sangrientos episodios como el terrible asalto al cuartel de La Tablada o la cinematográfica rebelión de los carapintadas. Brasil, Uruguay y Perú cruzaron el puente sin tantos sobresaltos. La economía, en cambio, vivió un tiempo hiperinflacionario y se erigió en un factor de desestabilización que incluso condujo a la anticipada entrega del poder de Alfonsín a su recién electo sucesor, Carlos Menem.
En el 86, la democracia llega a Guatemala con la presidencia de Vinicio Cerezo, el primer presidente civil después de 30 años de un militarismo endémico en la América Central, donde sólo refulge como excepción la desmilitarizada Costa Rica. Es el año en que Mario Vargas Llosa recibe el Príncipe de Asturias y Argentina sale campeona del mundo bajo la estrella naciente de Diego Armando Maradona.
La década termina con la restauración democrática en Paraguay, Nicaragua y Chile. El general Rodríguez, consuegro del eterno general Stroessner, derriba sorpresivamente una dictadura paraguaya de 35 años. Dudas había sobre cómo se andaría, dada la naturaleza de este cambio, pero Rodríguez se comprometió a irse después de elecciones libres, y así cumplió. Distinto y mucho más dramático fue el proceso en Nicaragua, donde el régimen sandinista había intentado en 10 años construir una nueva Cuba, pero terminó, siempre al borde de la guerra, aceptando una elección que dio la victoria a doña Violeta Chamorro, la viuda de un periodista asesinado. Este proceso nicaragüense fue uno de los capítulos finales de la guerra fría, sólo gélida entre los grandes del Norte, pues en América Latina significó sangre y cuartelazo, con guerrillas alentadas, financiadas y armadas en el eje Europa del Este-Cuba y golpes de Estado orquestados, bajo la bendición de Washington, en nombre de salvar la democracia del peligro comunista. En más de un momento se temió el estallido de un Vietnam latino, pero a fin de cuentas triunfó una diplomacia vernácula que tuvo en el llamado Grupo de Contadora un independiente instrumento de pacificación. A partir de la salida, doña Violeta tuvo que gobernar comandando un Ejército sandinista que le era hostil y que no era sólo fuerza militar, sino también partido político. Algo parecido ocurrió en Chile, donde la irrupción democrática llevó al poder a la coalición opositora que presidiera Aylwin para conducir una transición comandando un Ejército que se identificaba con su viejo jefe, el general Pinochet, y que además poseía también el apoyo de una fuerza política considerable. Curiosa analogía, aunque de signo contrario.
Los economistas llamaron "década perdida" a ésa de los ochenta pensando sólo en términos de crecimiento. Fueron, no obstante, años de renacimiento de esa democracia que vino para quedarse. El mapa, salvo el borrón cubano, nos gratifica mostrando que hoy existen más democracias que nunca. Un error sería, sin embargo, imaginarnos que no hay problemas institucionales. Los hay, y serios. En Ecuador y Bolivia presidentes electos constitucionalmente no terminaron su mandato, y el caso argentino del año 2001 fue una tragedia, con la caída del presidente De la Rúa y los interinatos de tres sucesores. En todas esas situaciones, el desorden vino de las calles, con un ingrediente étnico de reivindicación indígena en los países andinos y una revuelta social en el ejemplo argentino, pero con ese amargo saldo de mandatarios que emanaron de las urnas y se derrumbaron en la protesta. El mismo Perú ha sufrido un fuerte clima de reclamos que en algún momento amenazó la estabilidad del régimen. La democracia colombiana sigue resistiendo heroicamente, pero no ha podido superar el narcoterrorismo, mientras su vecina Venezuela se divide dramáticamente en un enfrentamiento de incierto final. Tan incierto que la oposición ha reunido las firmas para convocar el llamado referéndum revocatorio del mandato del presidente, y éste, antes de que se examinen por el tribunal electoral, ya insinúa que no son válidas...
Lo que parece haber quedado atrás es el fantasma militarista, y ello es muy relevante. No han desaparecido, en cambio, los rescoldos de la época de violencia. Como decía Talleyrand, "la fuerza pasa, pero los odios que engendra son permanen-tes", y de allí que en todos nuestros países reaparecen ramalazos de reclamos, juicios o ajustes de cuentas. No tienen ya, sin embargo, el poder desestabilizador de otro tiempo. Las preocupaciones, por el contrario, vienen por el desprestigio de la política, la poca fe en los partidos políticos y, como consecuencia, el avance de populismos irracionales y caceroleos que se arrogan un rol decisorio. Las desigualdades sociales siguen alimentando un recelo sobre las instituciones y es grande el porcentaje de ciudadanos que estaría dispuesto a aceptar un autoritarismo si su situación mejorara. La rebeldía de los sectores indígenas es fuerte en varios países y el narcotráfico, única potencia capaz de financiar la violencia, flota como un espíritu maligno detrás de muchos movimientos políticos y sociales. Pese a todo, ha salido del paisaje la amenaza del golpe de Estado, y la democracia, ayudada por un contexto internacional favorable, parece haber llegado, por fin, para quedarse. En una palabra, orteguianamente hablando, se ha "salvado" la "circunstancia", y, cuando se miran 20 años en perspectiva, queda claro que no han pasado en vano.
Julio María Sanguinetti fue presidente de Uruguay. Es abogado y periodista.
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