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Columna
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Oposiciones en un único lugar

Aunque exponen en la misma galería, la bilbaína Juan Manuel Lumbreras, son dos pintores diametralmente opuestos a la hora de enfrentarse al arte. En el espacio superior expone Javier Riaño (Bilbao, 1959) y en el inferior lo hace Inés Medina (Cáceres, 1950).

Riaño lleva a sus telas de grandes dimensiones la representación de rocas cercanas a los acantilados, y en ocasiones deja aparecer la viveza del agua discurriendo por entre las propias rocas. Para ello no utiliza pincel alguno. Pinta directamente con la barra del óleo, y los trazos se completan con la ayuda de esponjas y trapos.

Esa técnica de trabajo da resultados mucho más engatusadores y grandilocuentes que si hubiera trabajado el mismo tema con pinceles. Mas cuenta con inconvenientes, tales como que a veces se salta del negro al blanco, sin que hagan aparición los tonos intermedios. También percibimos cómo la mayoría de los bordes resultan duros, poniendo al descubierto no pocas impericias. Si bien logra aciertos al plasmar las porosidades de las rocas, otras piezas rocosas, sin esas porosidades, quedan chatas e insulsas.

Se pone en evidencia el autor permanentemente con los toques crudos de luz, porque esos puntos no son sino recursos demasiado efectistas. Con la utilización de los reversos de la tela -lo que es un tanto destacado a su favor- tiene la mitad del cuadro ya hecho. Y consigue librarse de tener que pelear con los colores del espectro.

La exposición es opaca en su conjunto, pese a su apabullante espectacularidad de cara a los poco iniciados, como parece opaca e indeterminada la razón de ser que le ha motivado a realizarla.

Todo lo contrario sucede en la exposición de Medina, bilbaína a partir de los seis años, residente en Nueva York desde hace casi una década. El intríngulis de su exposición reside en la búsqueda del conocimiento. Con los tres colores primarios como único bagaje, la artista imposta suavemente sobre los lienzos diminutas porciones de color, al modo del puntillismo de Seurat.

A través del ejercicio entreverado de los colores -generadores al tiempo de alternantes formaciones espacialistas-, la autora experimenta una suerte de curación del alma. No le importa que esa acción pueda estar regida por un principio de fútil e ingenua inocencia. Es un riesgo, mas con la constancia de que en toda experimentación en arte está implícita la asunción de múltiples riesgos.

Vistos los trabajos de Inés Medina, creemos que encajan en aquella definición stendhaliana de la pintura. Decía Stendhal: "La pintura no es más que moral construida". Sí parece evidente esa moral construida en el interior de Inés Medina. En esto también es contraria esta exposición a la otra.

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