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Columna
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El cielo y la tierra

Durante varios años viví en una zona de intensa actividad sísmica, en un país (en desarrollo) cubierto de volcanes y vecino de la falla geológica de San Andrés, donde la tierra temblaba un día sí y otro también. Aprendí mucho de aquel trajín del suelo. Básicamente a mirar a la naturaleza con otro respeto y a reconsiderar los límites y las condiciones de lo inevitable. A comprender que lo inevitable no es una categoría rígida, sino elástica y móvil, un depende de muchos factores, incluidas las desigualdades económicas. Porque estaba claro que allí la tierra temblaba para todos, pero no con idénticas consecuencias para todo el mundo. En fin, que los terremotos discriminan como si de una obra humana se tratara. No atacan igual los edificios antisísmicos que las chabolas; del mismo modo que las fuertes marejadas no se levantan igual contra los buques reglamentarios que contra las pateras.

En este traspaso de año, las noticias de la destrucción de la ciudad de Bam y las peripecias espaciales de la Mars Express están viajando juntas. Entremezclándose las superficies inhóspitas de los dos planetas, cruzándose las pérdidas entre el cielo y la tierra como en un signo. Aquí, decenas de miles de muertos entre los cascotes. Allí, las nueve notas de la Beagle 2, ahogadas en el polvo de lo que también parece una escombrera. Y digo lo del signo sin vocación espiritual alguna, desde la estricta deformación profesional de leer el mundo como si fuera un texto. Y en los textos lo que va junto se entiende que significa junto.

Y efectivamente voy a referirme al coste de esa extraviada música celestial. A los 300 millones de euros que le ha costado a Europa la aventura marciana. Parece poco, barato como todo ahora, pero son 50.000 millones de los de antes. Es decir, una buena base sobre la que empezar a construir, en las zonas telúricas sin ir más lejos, millones de casas con cimientos y materiales resistentes y estructuras flexibles, capaces de plantarle cara a los seísmos. Viviendas verdaderas, fiables, dóciles, como las que me mostraban en aquel país de volcanes y placas tectónicas, diciéndome que no me preocupara, que si temblaba -que temblaba- a nosotros no iba a pasarnos nada. A nosotros, nada.

Pero no es el dinero lo más grave. Es posible, probable, que haya dinero para todo, para el cielo y la tierra, de sobra. Lo grave es la disociación, y la atención distraída. Que se avive nuestro interés marciano al ritmo o al precio de la indiferencia por los asuntos terrestres. Que intenten convencernos de que es importante encontrar agua o una atmósfera en Marte, cuando la contaminación y los desiertos avanzan no imparables -lo inevitable es una categoría relativa- sino imparados en la Tierra. Que la emoción por un robot perdido que se abre como una flor y canta de diseño, se alimente y se jalee en las pantallas; mientras decrecen, también a ojos vista, la compasión y la consideración por lo humano.

Conocemos cada nave y cada artilugio espacial por su nombre. La gente anónima de Bagdad o de Bam o de Belén, en cambio, se nos confunde. Las imágenes nos llegan tan seguidas y tan parecidas. Cómo saber si esa mujer tapada que llora por su familia muerta es de aquí o de allá. Si ese chico reventado es iraní o iraquí. Cómo distinguir los escombros provocados por la mano del hombre de los escombros inevitados por la mano del hombre. Un terremoto o una riada de un bombardeo. O los inmigrantes de la patera del martes de los de la del miércoles. O la apariencia del hambre de la del sida.

Hay quien dice que los hombres están buscando en Marte un planeta de repuesto. Agua limpia, aire puro, para algún día empezar otra vez. No me lo creo, quiero decir que el proyecto no me inspira la menor curiosidad; no le veo la intriga. Como cuando te sabes el final desde el principio. Este mismo final; a igual tierra, igual cielo. Está cantado, aunque de momento hayan desaparecido los apuntes.

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