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Columna
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Pleno navideño en el paisito

Como todos los años, el último pleno del Parlamento vasco ha venido encajado con calzador entre las fiestas navideñas. En él siempre se respira ese desasosiego tan propio de los estudiantes dispersos, obligados a concluir en unas horas los deberes escolares que no han hecho a lo largo del año. Los plenos navideños del Parlamento vasco acaban, además, como el rosario de la aurora, con la exasperación de esos mismos estudiantes que quieren sacar el curso dándose una última pechada. Realmente nuestros parlamentarios deberían aprender alguna cosa de los buenos escolares: quizás una mayor aplicación.

Por razones que no vienen al caso tuve oportunidad de presenciar el pleno del pasado 29 de diciembre. Vitoria-Gasteiz amanecía envuelta en su tradicional frío escandinavo. En la Cámara, como todo primerizo, me vi en la obligación de fijarme en cosas obvias, esas cosas a las que, supongo, los habituales no dan la más mínima importancia. Sorprende, por ejemplo, lo mucho que hablan los parlamentarios. Los parlamentarios hablan muchísimo. Hablan sin parar. Hablan a destiempo, sin descanso, a todas horas. Yo venía preparado para meterme entre pecho y espalda la vibrante oratoria de los émulos de Castelar, pero constaté que sus discursos representan una mínima porción de todo lo que se larga en sede parlamentaria. Mientras alguien habla desde el estrado, los demás padres conscriptos no paran, en voz baja, de rajar.

Rajan entre ellos, rajan por el móvil, rajan hasta quedarse sin saliva. A los parlamentarios vascos les cogía en mi colegio el padre Armentia, aquel jesuita que logró incrustarme en el caletre un poco de latín, y les hubiera puesto firmes. Con el padre Armentia y no con el presidente Atutxa tendría que enfrentarse cara a cara tanto parlamentario charlatán. ¿Qué cosas inaplazables se ventilan por el móvil mientras nuestro augusto senado aborda la ley de Presupuestos o la ley de Universidades? Misterios de la cosa pública. Aunque quizás no exista tal misterio. Realmente, la política siempre se hace en otra parte. Hace tiempo que el régimen parlamentario es pura escenografía. Los verdaderos acuerdos entre las fuerzas políticas se conciertan en salas privadas, haya o no pitanza de por medio.

El transcurso del día dio lugar a constataciones sorprendentes: que cierta parlamentaria de izquierda no conoce el significado de la palabra simbiosis o que cierto parlamentario nacionalista menciona a destiempo la navaja de Occam. Una parlamentaria foralista tuvo tiempo de leer entera la revista que un diario nacional de gran tirada adjuntaba el domingo anterior y en la mesa central del hemiciclo, donde se sientan los letrados o los secretarios o a saber qué nobles funcionarios de la casa, uno de ellos trazaba ostentosos monigotes sobre la cubierta azul del proyecto de ley debatido por la tarde. El portavoz popular, con ímpetu batracio, saltaba de escaño en escaño para hablar con distintos miembros de su grupo, y era curioso de ver la impunidad que ofrece un sitial en la parte alta del graderío: una parlamentaria, beneficiada por cierto espacio libre a su derecha, no dejaba de levantarse a cada rato para estirar ostentosamente las piernas. Por cierto, la parlamentaria batasuna, que subió al estrado para decir no sé qué de una universidad vasca y euskaldún (aunque asombrosamente no aludía a la UPV) hablaba en voz altísima, como regañando al personal. Quizás quería agitar las conciencias, pero acaso sólo perforaba los tímpanos. No sé qué me pareció de peor educación, si el runrún interminable que emergía de los pupitres legislativos o el tono altisonante de la sacerdotisa, empeñada en salvar Euskal Herria haciendo tabla rasa de sus sufridos habitantes.

Tanto hablar y tanto hablar, por el móvil, o en corrillos, o en invocaciones solitarias a los dioses, pero acabó el día sin ley de Presupuestos y sin ley de Universidades. Y además sin aclarar qué quiere decir simbiosis. Si le hubieran dejado suelto en medio de esa aula tan rara, el padre Armentia no habría dado abasto calentando las orejas a tanto alumno díscolo. Y no siempre sin merecimiento.

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