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Política, prepolítica y filosofía

Manuel Cruz

"Que no parezca que

he vivido en vano"

Tycho Brahe

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En la universidad en la que yo estudié, hacia finales de los sesenta y principios de los setenta, era frecuente que en las discusiones entre estudiantes progresistas y estudiantes reaccionarios, estos últimos intentaran rehuir ciertas cuestiones utilizando el argumento de que "eran políticas", diagnóstico al que, de modo invariable, seguía la concluyente afirmación de que ellos en política no querían entrar. Era también muy frecuente que a ese argumento los progresistas (que por aquel entonces preferían autodenominarse "revolucionarios") replicaran afirmando que todo es política y que, por tanto, resultaba perfectamente inútil el empeño de escapar a discusiones de según qué tipo. Desde entonces ha llovido bastante y, paradojas de la vida y de la historia, buena parte de los apolíticos de entonces ocupan hoy el poder, donde parecen encontrarse muy a gusto, mientras que se ha convertido en habitual que los hiperpolitizados de antaño anden más bien melancólicos, lamiéndose las heridas de su desencanto hacia la cosa pública.

Como no pertenezco al grupo, según parece numeroso, de los que esperan a saber qué es lo que piensa sobre cualquier asunto Aznar (estoy utilizando la figura retórica de la personificación, por supuesto) para opinar lo contrario, no me duelen prendas en reconocer que tal vez a aquellos reaccionarios de mi juventud les asistía más razón de la que yo estaba dispuesto a atribuirles. Aunque me apresuro a añadir que es muy probable que la razón que les concedo desde el presente no fuera la que ellos reclamaban en su momento. Intento explicarme. Por supuesto que tiene escaso sentido intentar separar, dentro de la esfera de los problemas que afectan a toda una comunidad, los que tienen que ver con la política y los que se dejan plantear sin ninguna referencia a la misma. ¿A alguien se le ocurriría defender la idea de que es posible debatir acerca de la educación, la sanidad, el empleo, la vivienda o cualquiera de esas cuestiones que a todos afectan sin introducir en el debate la actuación (o la ausencia de actuación) que en tales ámbitos tienen los poderes públicos? ¿Y cómo admitir esto y, al mismo tiempo, continuar defendiendo una tesis apolítica? Ciertamente, nadie se atrevió a hacerlo con el desparpajo del viejo general, cuando le recomendaba a su ministro "haga como yo, no se meta en política".

¿En qué sentido, entonces, les concedo alguna razón, con efectos retroactivos, a aquellos reaccionarios? En el de que, no habiendo en sentido fuerte cosas al margen de la política, sí puede decirse que las hay anteriores a la política, no tanto en el sentido de que la preceden genealógicamente como en el de que la fundamentan o, como poco, constituyen su condición de posibilidad. A este género de cuestiones pertenecen las relacionadas con el sentido del actuar humano y con su hipotética libertad. Pues bien, también al respecto de estas cuestiones, más de fondo, parece haberse producido un intercambio de posiciones, siendo los esperanzados de épocas pasadas los que hoy se muestran por completo escépticos ante la idea misma de que sea posible intervenir en el seno de lo existente, y menos todavía para transformarlo en un sentido radical.

A menudo, escuchando los argumentos que se utilizan para justificar dicho escepticismo, no puedo por menos que acordarme de Rorty y pensar que una de las cosas que más han obstaculizado una correcta comprensión del asunto de la libertad humana ha sido una metáfora engañosa; a saber, la metáfora del libro en blanco (que en última instancia remite a la imagen del Dios Creador), aunque también haya contribuido significativamente a la confusión la imagen de la Tierra Conquistada (que sugiere que la libertad es algo susceptible de ser alcanzado, tarde o temprano, de una vez por todas). Obviamente, si ponemos el listón de la libertad tan alto, si suponemos que auténtica libertad es únicamente la que nos permite llevarlo a cabo todo, y ya, estamos comprando muchos números para terminar concluyendo que tan venerable idea constituye, en el mejor de los casos, un ideal inalcanzable. Pero, precisamente por ello y para no terminar en tan decepcionante conclusión, tal vez valga la pena probar con otras figuras.

En su último (y, por lo demás, excelente) libro, El valor de elegir, Fernando Savater ha insistido en la idea de la dimensión aupoiética que caracteriza el obrar humano, en el hecho de que, a través de nuestras acciones, no sólo transformamos el mundo exterior a nosotros, sino que también nos transformamos a nosotros mismos. El hacer humano es también un proceso permanente de rehacerse. No somos, por tanto, creadores perfectos que nos confrontamos limpiamente con el mundo, sino partes de ese mismo mundo esforzándose en imponer su hegemonía sobre el resto. Libertad, por decirlo con la terminología clásica, se entiende mejor como autodeterminación, como el proceso por el que añadimos a las determinaciones preexistentes la nuestra, con la voluntad de que se imponga sobre las demás. Así las cosas, lo que habría que preguntarse entonces no sería tanto los resultados obtenidos (para ver a cuánta distancia estamos de la meta) como el signo del proceso, la tendencia que señala. Con otras palabras, la pregunta pertinente, a pesar de su apariencia sumaria, debería ser más bien ésta: ¿se deja interpretar mejor el devenir humano como un proceso de reducción de las ocasiones en las que podemos hacer uso de la libertad o, por el contrario, como un desarrollo caracterizado por un aumento de las mismas?

Desde luego que si atendemos únicamente, pongamos por caso, a la enorme cantidad de energías que el hombre primitivo tenía que dedicar a su mera supervivencia, está claro que la situación de quienes vivimos en las sociedades occidentales desarrolladas ofrece un margen infinitamente mayor en el que poder actuar y, por tanto, adoptar elecciones libres (era pensando en esto que Marx afirmaba aquello tan conocido de que "la libertad se mide en tiempo libre"). Por descontado que semejante diagnóstico admitiría múltiples matizaciones, sobre todo en el sentido de que cabría argumentar, y con razón, que las ancestrales limitaciones que la naturaleza imponía a los hombres han ido siendo desplazadas por las que le impone la propia sociedad, de tal manera que, continuaría la argumentación, las mayores amenazas a la libertad humana son las que provienen no del exterior, sino del interior de nuestro propio mundo. Pero aun así, y aunque aceptáramos que las limitaciones han cambiado de signo, difícilmente podríamos concluir que el espacio para nuestra acción se ha ido estrechando hasta dejarnos casi sin margen para la intervención. El problema no parece ser éste. El problema realmente llamativo, a mi entender, es cómo, a pesar del ensanchamiento objetivo de las posibilidades, en nuestras sociedades se generaliza hasta convertirse casi en un tópico el convencimiento de que hoy somos menos libres.

No es un convencimiento inocuo, ni exento de consecuencias. Antes bien al contrario, constituye la genuina condición de posibilidad de esa particular intervención en el mundo que constituye la acción política. Con lo que nos encontramos de nuevo en el punto de partida de la presente reflexión. No todo, efectivamente, es política. Pero lo que está antes de la política, fundándola, debe ser adecuadamente pensado si queremos que aquélla pueda tener lugar y pueda tener lugar en la forma adecuada. Mucho me temo que buena parte de aquellos avejentados progresistas ha puesto la carreta delante de los bueyes, ha acomodado su descripción del mundo a una previa percepción derrotista y ha terminado por reeditar la antigua tesis gramsciana, sólo que con una leve, pero significativa, modificación. Gramsci, como es sabido, afirmaba que durante las épocas más sombrías, los desfavorecidos cifran todas sus esperanzas de liberación en los inexorables designios de la historia, la cual -confían- terminará por sacarlos de su deprimida situación. Hoy, desde luego, no se confía en lo mismo, pero no por ello la (pasiva) disposición es, en el fondo, muy diferente.

Pensemos, sin ir más lejos, en esa tendencia, tan difundida en los últimos tiempos, a subsumir la figura del ciudadano bajo la figura del consumidor, esto es, a entender a aquél como alguien definido precisamente por su absoluta carencia de compromiso estable, sea con una fuerza política o con un modelo de sociedad, cuya conducta se caracteriza por ir optando en cada momento por una u otra oferta (tanto en la esfera electoral -el llamado votante posmoderno- como en cualquier otra esfera pública) de acuerdo con sus cambiantes intereses. Sustituir el ágora por el mercado como metáfora con la que pensar la inscripción de los ciudadanos en su sociedad, o reemplazar el ideal de la deliberación por el del consumo no constituyen simples desplazamientos terminológicos: constituyen un auténtico escamoteo conceptual que cumple la función de rebajar la importancia del ejercicio de la libertad a base de banalizarlo.

Acaso todavía más ilustrativa resulte esa otra tendencia, asimismo muy frecuente hoy en día, a considerar un derecho (cuando no un derecho inalienable) cualquier cosa que sea la que reclamemos, como si, en vez de constituir dicha reclamación el resultado de la libre capacidad para establecer nuestros propios fines fuera algo que nos es debido. El desplazamiento puede ser interpretado como un caso particular de alienación que impide percibir la auténtica naturaleza de los objetivos que nos vamos fijando (y, entre otras cosas, reconocer su íntima fragilidad). Así, no es raro encontrarse con planteamientos que a la nómina de derechos habitualmente reconocidos (de expresión, de asociación, de reunión...) añaden otros tan insólitos como el derecho a la felicidad personal. También en este caso el signo de la operación está claro: hablar de la felicidad (o de cualquier otra meta semejante) en términos de derecho no sólo equivoca los términos de la relación al considerar como una deuda que el mundo tiene contraída con nosotros aquello que, en realidad, constituye una aspiración de nuestra parte (y que es en el plano de la política donde corresponde plantear), sino que, sobre todo, contribuye a reforzar un cierto sentimiento de pérdida por todo aquello que supuestamente nos ha sido arrebatado o nos corresponde.

Acabemos ya. Quien identifica la libertad con mantener, intactas, todas las opciones, está condenado a no dar el más mínimo paso, a no formular promesa alguna, a no comprometerse bajo ningún concepto, precisamente porque interpreta todos esos gestos como un recorte de dicha libertad. Pero ser libre tiene algo de paradójico: consiste en dejar de serlo a voluntad precisamente para poder seguir siéndolo. Sin que haya opción en este punto: vivir sin elegir es vivir en vano. No es más libre, sino menos, aquel que, en vez de esforzarse por intervenir, está siempre a verlas venir. La conclusión, todo lo provisional que se quiera, no resulta demasiado reconfortante: entendemos mal en qué consiste la libertad y, como consecuencia, la utilizamos peor. Así nos va.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona.

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