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EL LIBRO DE LA SEMANA

El escritor derramado

ALGUNAS VECES le he llamado "mutante", y hasta Yurkiévich emplea el término en dos ocasiones en su excelente introducción a este primer volumen de sus obras completas. Con sus casi dos metros de estatura, sus grandes y separados ojos glaucos, casi barbilampiño al principio aunque consiguió al final una frondosa barba guerrillera, con grandes manos y unas piernas tan largas que siempre intentaba doblar para esconder inútilmente, era un enorme tímido al que torturaba la imposible tentación de pasar inadvertido. De ahí la suavidad de sus gestos, su tremenda cortesía, su afable cordialidad: le conocí en casa de Félix Grande, entre dos aviones, pues iba de paso a Cuba y puso como condición guardar el secreto de su paso entre nosotros, cosa que hice religiosamente, por primera y única vez en mi vida, lo que me valió su amistad para siempre. Luego le vi alguna vez más en París, discutimos en L'Alsace sobre el regreso de Perón a Argentina, que él pensaba como un paso previo para la revolución, y estuve, tras la muerte de Carol Dunlop, con él y con Mariano Aguirre paseando por El Retiro madrileño, tras participar en la presentación de algún libro suyo. Luego desapareció, y me queda alguna que otra fotografía y un par de cartas perdidas en el arcano-laberinto de mis papeles.

Fue un escritor total, tocó todos los géneros de manera irremediable, poeta siempre, autor teatral corto o largo, ensayista, narrador nato e incesante en todas las distancias, tierno e irónico, lírico y trágico, que jugaba sin parar porque pensaba que el juego y la ironía también son maneras de conocer. Se enamoraba sin parar, sufría como todo el mundo y aunque siempre pensé que no pensaba nunca en sí mismo, la verdad es que pensaba siempre en el mundo y los demás a través de él mismo. Tenía tal respeto por la literatura que la hacía trizas sin parar rompiendo todos los géneros para servirlos mejor. Experimental siempre, vanguardista irreprimible, le dio a todo la vuelta para poder traspasarlo mejor y así ponerlo sin parar en las manos de cualquiera. No era original para serlo por encima de todo, era un poliedro andante que quería reflejarlo todo en todas sus caras. Lo consiguió creando su propio autorretrato a través de todas sus ficciones que al final hizo reales, lo mezcló todo, se definió como nadie y hasta se bautizó para siempre jamás: así fue y es el cronopio que se llamó y se llama Julio Cortázar.

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