Mochuelos habituales
Varios conocidos de fuera de Cataluña me preguntan, algunos muy alarmados: "¿Qué pasa en Cataluña?". Se refieren, claro está, al nuevo Gobierno tripartito y a su programa. Perecen preocupados, como si aquí estuviéramos en plena revolución. Y siguen preguntando: "¿No está acabado Maragall?, ¿no queréis, los catalanes, anexionaros las Baleares y Valencia?, ¿no es esto peor que lo del País Vasco?". En la conversación aparecen los conocidos fantasmas: "¡Nunca tenéis bastante!, ¿cómo os atrevéis a imponer un cambio de la Constitución?, ¡ahora romperéis la caja única de la Seguridad Social!, ¡no digas que los catalanes sois más solidarios que los madrileños, que pagamos el doble de impuestos que vosotros!".
Como la mayoría de estas barbaridades ya las había oído estos días por esas radios de Dios -especialmente en Radio Nacional de España- o en periódicos teledirigidos por intereses conservadores, no me ha sorprendido nada este tipo de reacción. ¿Cuántas veces incluso habremos defendido a Jordi Pujol los que no éramos pujolistas? (delante de mí alguien dijo, hace años en Madrid, que Pujol era "el nuevo Calvo Sotelo": como lo oyen.) Los catalanes estamos acostumbrados, de toda la vida, a cargar con mochuelos parecidos. ¡Ah, el problema catalán! Tiene la virtud de hacernos sentir catalanes hasta a quienes no tenemos un ápice de nacionalismo (ni catalán ni español, por cierto) porque tenemos memoria histórica, leemos y sabemos, por ejemplo, que Franco era calificado fuera de España como un "nacionalista español". O simplemente porque no nos gusta ningún nacionalismo ya que no nos parece ético que el lógico amor a la tierra sea un arma de confrontación política en manos de gente interesada en ganar poder o dinero, que eso es lo más corriente.
Así pues, hay momentos en que los catalanes no nacionalistas -que también existimos- nos encontramos haciendo patria para desmentir la histeria que se apodera de algunos en cuanto los catalanes proponemos a España algo que se sale del programa. No me quejo: me divierte poder contradecir tanto tópico, tanto cuento chino y, ahora mismo, tanta propaganda llena de las peores intenciones. Me gusta repetir que gobernar bien y hacer política social es la mejor forma de lograr que Cataluña (y de paso, España) sea un lugar digno. No creo que me entiendan los que no viven en Cataluña y menos los que tienen el cerebro cuadriculado, sean o no catalanes, y además son sordos.
Todos sabíamos que si aquí había, finalmente, un Gobierno de izquierdas, pasaría algo así. No nos engañemos: vivimos en un país (España) donde no se sabe qué haría el partido que gobierna sin el plan Ibarretxe. Un país en el que aún no he oído a nadie afirmar que llevamos años viendo como se complementan -para empeorar las cosas- los nacionalistas vascos más radicales y los nacionalistas españoles rancios que se toman a sí mismos por tan demócratas que se creen con derecho a arrojar a todos los demás nuestra Constitución por la cabeza. Tal para cual. Ya lo escribí una vez y lo repito: nunca le perdonaré a ETA el haber sido la excusa sangrienta para un nuevo autoritarismo y patrocinar el juego unívoco que, al dejar la política en manos exclusivas del PP y el PNV, diluye el espacio de la izquierda más normal.
Lo sucedido en Cataluña con la nueva Generalitat pone de los nervios a los que utilizan el nacionalismo (catalán o español) como devastadora arma política. ¿Cómo ha podido la izquierda catalana abrirse paso en esta maraña que tenían tan bien enredada? ¿Es posible que la política ofrezca una nueva perspectiva y manifieste -esa es la gran promesa- el atractivo de la real pluralidad de Cataluña y la capacidad de entenderse? Esa rendija abierta en el enredo político español es un hecho histórico feliz. También para España. Únicamente no lo entienden los que no quieren. O los que no piensan.
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